Un marinero pactó con el diablo para sortear cualquier obstáculo en el mar, Dios, por su parte, lo castigó con la imposibilidad de llegar a puerto. Así, de vez en cuando, en las mañanas de niebla, se pueden escuchar en las costas de Holanda los recados que los tripulantes de aquel barco lanzan a parientes muertos hace ya muchas décadas.
Tal vez el tiempo que Frederick Marryat autor de marineras novelas, admirado por Conrad vivió en Bélgica, le dio la pauta para situar en Terneuzen la leyenda del holandés errante. Comoquiera que este texto sirvió de base para el argumento de la famosa ópera de Wagner, hoy la pertenencia de dicho personaje es orgullo de los habitantes de esta ciudad de la provincia de Zelanda, cerca de la frontera con Bélgica y ya en territorio del antiguo condado de Flandes.
Allí vive Joost, hermano de Casper, a quien conocí en Cuba hace algún tiempo y tuvo la gentileza de invitarme a explorar por un fin de semana aquella parte del mundo.
Salí de Hasselt con agua y almuerzo, preparado para un viaje de cinco horas en los que debía cambiar dos veces de autobús y otras tantas de tren. Al llegar a Terneuzen, ahí estaba esperándome Joost con su hija Inés. La alegría de verlos me hizo olvidar que debía marcar mi salida del autobús con la tarjeta y cuando me acordé ya era carne de cañón para que rebajara de mi crédito cinco veces el precio del pasaje.
Había hecho el recorrido de una manera poco recomendable para un viajero profesional. Estuve leyendo casi todo el trayecto y eso, sin embargo, ayudó a aliviar la espera. De Terneuzen tampoco tengo una visión clara, es una ciudad de veinticinco mil habitantes, pero demasiado abierta y Joost vive en uno de los suburbios alejados del centro. Sólo tuve una oportunidad, esa noche, de estar allí, en el trayecto desde el aparcamiento hasta el club Porgy en Bess, donde se presentaba esa noche un cuarteto norteamericano.
Beatrix, la esposa de Joost, su hijo Roul y una joven neozelandesa que gracias a un intercambio estudiantil vive con ellos, nos esperaban en la casa con alegría y curiosidad. Era conocido por mí el fervor que Joost siente por la política, no por gusto lleva tantos años como concejal de esta ciudad. Conversamos mucho ese fin de semana, de tantos temas: literatura, economía, derecho civil, geografía, la crisis en Grecia, y entre ellos Cuba siempre tuvo un sitio preferencial, tal vez la presencia de los adolescentes propició la relajación.
Entonces café y la idea repentina: Vamos a esquiar. Al principio la sorpresa, pues no había nevado ni montañas tienen, y luego comprender, sin que nadie me lo dijera, que iba a conocer esa masturbación climática que significa ir a una pista artificial. Yo no hice más que deslizarme en algo parecido a un salvavidas con fondo de lona, hasta descubrir con mortificación que no vale la pena el espectáculo si uno termina con el culo mojado.
Porgy en Bess
En la noche, como ya dije, fuimos a Porgy en Bess. En el trayecto Joost me explicó que en la ciudad había una estatua del holandés errante y que años atrás la ópera de Wagner se había presentado con mucho éxito en un escenario improvisado a orillas del canal. Un gran espectáculo, me dijo, ensayado por mucho tiempo y con gradas construidas a propósito en ambos lados del canal. Un gran espectáculo, repitió, sólo superado por la mañana en que pasó en un esquí de agua una misteriosa mujer desnuda mientras él leía cándidamente el periódico a orillas del canal.
En Porgy en Bess tocaba de entremés un grupo local. El público andaba de un lugar a otro en espera de los norteamericanos. Al entrar me preguntaron si era fumador y, para que pudiera entrar y salir, me pusieron un cuño en el dorso de la mano.
Porgy en Bess ya no es un negocio privado. En 1944 llegó a la ciudad Frank Koulen, un soldado del ejército holandés licenciado en las colonias de Surinam, En ese momento no vivía otro de raza negra en Terneuzen y enseguida se hizo conocer por todos. Se casó y tuvo hijos. Trabajó en la tienda de su suegro, donde vendía, para curiosidad de las damas, hilos de lana y medias. Una vez se quedó libre el local frente a la tienda y sin pensarlo dos veces lo compró y le puso el nombre de su ópera favorita. Fue primero un restaurante, luego un bar y al final un club de jazz.
Hoy se le ha levantado una estatua en la ciudad. No sólo por haber puesto en el mapa una marca sobre Terneuzen o revivir su espíritu y haber hecho muchas cosas por la cultura. Es incontestable su aporte en la integración de los emigrantes de Surinam en la vida diaria. De él se dice que gustaba de recibir y despedir en la puerta a los asistentes al club, que cocinaba para los músicos, que cada una de sus ideas eran puestas en práctica con envidiable entusiasmo. Fue él quien en 1964 organizó la primera parada en Flandes al estilo del carnaval de Nueva Orleans y que hoy ha devenido en festival de jazz. Fue él quien propició la asistencia a la ciudad de músicos reconocidos a nivel mundial.
En 1957, en unión de su esposa, comenzó un negocio en una calle céntrica, algo entre restaurant y cabaret. Lo llamaron Porgy en Bess y durante la vida de este hombre el local malvivió a impulsos y subsidios y fue dejando a un lado la concepción primaria de restaurante hasta convertirse del todo en un jazz café. Para la época en que ocurrió la muerte de Frank, en 1985, ya la calle donde se encuentra se había convertido -lo sigue siendo hoy- en una de las más comerciales de Terneuzen.
La familia, entonces en bancarrota, enfrentó la disyuntiva de deshacerse del local por un buen precio o morir de hambre con el recuerdo salvo del ritmo que a empellones Frank embutía en las calles de Terneuzen. Por suerte, no sólo él amaba el jazz en esta ciudad y un grupo de comerciantes y profesionales bien establecidos compraron el local para convertirlo en una fundación no lucrativa.
Esto es apreciable, pues sus trabajadores tienen más porte de bohemios trasnochadores que de simples camareros. Se ven correr a prisa entre las mesas y conversar con los clientes con una familiaridad poco acostumbrada. Son voluntarios, me dijo Joost, nadie en este local recibe sueldo. Es comunismo me dijo en broma, hasta la propina se entrega íntegra a la caja. Entonces supe que todo funcionaba para garantizar un pago mínimo a los músicos, a comprar suministros y a alguna que otra reparación.

El público prefirió situarse de pie en los escasos metros sobrantes frente al escenario y la mayoría de las mesas se mantuvieron vacías. El cuarteto norteamericano, con violín, dos guitarras y contrabajo comenzó a tocar algo entre el country y la giga, mientras de vez en cuando, entre canción y canción, aceptaban una jarra de cerveza que les venía de los oyentes.
Al finalizar el concierto se deshicieron del atuendo y en jeans y camisa, se mezclaron con el público. Nadie se marchó hasta un par de horas después, como si el concierto llevara incluido ese intercambio fabuloso con los artistas.
Porgy en Bess también funciona como un círculo literario, por eso Joost quiso presentarme a Maya, la encargada. Fuimos a la barra a conocerla. Ella me miró por unos segundos, sin pasar de la sonrisa, con sus ojos cansados de mirar a todo el mundo. Su semblante de mujer trasnochadora me recordó a mi madre. Me preguntó, como si no hubiera entendido el comentario de Joost; sin embargo, no tuve que responderle. Hace veinticinco años conocí a un cubano, me dijo, y ya trataba de escrutar en mis ojos, como una gitana que lee el futuro, o tal vez oteaba el cliché fundamental del exilio. Se llamaba Arturo Sandoval, dijo, y su voz se alzó un poco, como si buscara en vano la complicidad donde ya no quedan testigos; vino a tocar aquí, cuando no pudo regresar a Cuba. Nunca conocí a un hombre tan triste, me dijo y no me volvió a mirar.
Una visita a Gante
Al otro día la chica neozelandesa, Joost y yo nos fuimos a Gante, la ciudad famosa de Bélgica y a la que los turistas gustad de adjuntar en sus circuitos a Brujas y Amberes, donde en un baile de febrero de 1500, Juana la Loca entró al baño, creía que, por una mala digestión, y allí dio a luz a Carlos V, el emperador que siempre tuvo sol en alguna esquina de su imperio.
El viaje tuvo un periplo instructivo, cerca de las veintiséis torres de molinos de energía eólica, los invernaderos donde se cultiva tomate, las fábricas de autos y una enorme montaña de remolacha para producir azúcar. Llegamos a Gante a la una de la tarde y fuimos directo al castillo de los condes, una de las pocas construcciones amuralladas que se pueden encontrar dentro de las ciudades.
Un castillo anacrónico alrededor del peculiar estilo del norte de Bélgica. Lo caminamos todo, la sala de torturas, el pasillo de los almenares, el foso, y hasta las letrinas. Fuimos luego a tomarnos un café, pero al ver la catedral de San Bavón abierta, decidimos entrar. En esta iglesia se bautizó Carlos V, me dijo Joost. Pero lo más interesante es que si se baja unos cuantos escalones se encuentra otra iglesia de estilo románico, y aún más, lo restos de otra más antigua, de madera. Así, hay tres iglesias, una debajo de la otra.
Además de un sitio de culto la catedral y su recorrido ofrecen una clase magistral de estilos arquitectónicos. Una iglesia construida sobre otra y otra, donde se puede apreciar en su puro estado el corrimiento hacia el gótico y hacia la bonanza que vivió la iglesia a partir de la baja edad media. Luego, en el salón mayor, con sus amplios vitrales, su techo alto y sus tumbas de obispos, se aprecian las obras de arte del periodo barroco y los pintores que regalaron, en la edad de oro de Flandes, sus obras a la catedral.
Es curioso, se puede contemplar un cuadro de Rubens sin pagar por ello, y unos metros más allá es preciso abonar cuatro euros para ver La Adoración del Cordero Místico, obra, en un mismo cuadro -aunque formado por doce tablas-, de dos hermanos y pintores flamencos: Hubert y Jan van Eyck. Conocido como el Políptico de Gante. Obra que, por demás, parece sido robada más de una vez.

El púlpito es una obra maestra, representa el triunfo de la verdad sobre el tiempo y es de mármol de carrara, hecho en Dinamarca.
Nos tomamos el café y luego de recorrer la ciudad y comprar una caja de chocolates para Beatrix, Joost me dijo que no podía abandonar Bélgica sin tomarme una cerveza. Nos fuimos a un bar donde se especificaba en tres idiomas que estaban a la venta 250 marcas de cerveza belga. Como para mí sería muy difícil escoger, dejé en sus manos la tarea. Me pidió una jarra de Trappis, una cerveza hecha en un convento, con la receta que sólo los monjes conocen.
Para él una que no puedo precisar ahora. Mientras la gente se agolpaba en las mesas y conversaba a gritos. Joost me contó que en ese bar hay una cerveza que para consumirla es preciso dejar en la barra un zapato, pues los vasos son tan caros a los coleccionistas. Cuando quise ver este fabuloso recipiente, él me detuvo con un gesto. Tengo uno en casa, me dijo, y para aliviar su conciencia de buen político y hombre, aclaró: Fue un regalo. Y nos fuimos de regreso a casa.
Breve paso por Amberes
A la mañana siguiente me fui a Amberes. Equivoqué el camino, hice un viaje de herradura y desemboqué en Breda. Perdí entonces dos horas en ida y vuelta de esta ciudad sureña de Holanda. Cuando por fin llegué a Amberes me enfrenté al laberinto de localizar la casa de Rubens bajo una llovizna, la brisa y un frío cruel.
Era lunes, la casa de Rubens estaba cerrada y nadie me supo dar razón. No quedaba nada que hacer en el segundo puerto en importancia de Europa y una de las colecciones más grandes de diamantes-, pero todo su lujo, sus tiendas caras, de arquitectura ecléctica y sus joyerías especializadas en diamantes, todo me obligaba a la indiferencia. Por eso entré en una cafetería donde sólo estábamos la camarera y yo, pedí un expreso y abrí un libro hasta la hora en que debía regresar.
Llegué a casa de Joost y manifesté mi decisión de partir inmediatamente para Hasselt, pero él tuvo a bien usar sus dotes de político y partí a la mañana siguiente.