Cómo se tiene esperanza en algo sin saber para qué sirve: Ella viene a salvarme, me dijo. Ella era una mulata de corto vestido amarillo y medias de fútbol por encima de las rodillas. Hizo esa descripción y él mismo parecía estar viéndola frente a nosotros, como la vez que la encontró hecha un ovillo en un banco del parque Villuendas. Mi interlocutor trabajaba en correos y ella era una de las tantas muchachas que pasaban un par de veces a la semana por el cibercafé de la sucursal más importante de la ciudad. Nunca se habían saludado. Hoy era, sin embargo, la que viene a salvarlo.
Él hacía turnos de noche, voluntarios, a cambio de tener un lugar donde dormir en Cienfuegos. Era joven y fuerte, se puede decir. Las chicas se sentaban sobre sus piernas con tal de revisar internet y con el viejo Lázaro se turnaban los cigarros para mantener la llama si alguna noche no tenían fuego. Ser informático era pertenecer a la élite. Había un cibercafé con más de treinta ordenadores en la primera planta, sólo para correo electrónico y un sistema de chat casi deshabitado, donde no era extraño descubrir al cabo de una hora que estabas hablando con tu vecino.
La que viene a salvarlo hoy nunca se sentó en sus piernas me asegura-. Le bastaba con el servicio de correo que, por otra parte, usaba presa de algún afán. Nunca se demoró más de quince minutos frente a una computadora. A primera vista su dependencia de la web era mínima y por tanto nada los relacionaba; por eso fue admirable, profético quizá, cuando ella aseguró conocerlo e incluso aproximar su nombre la tarde que la encontró hecha un ovillo, llorando, en el parque Villuendas. Le dijo que no tenía dinero para pagar algo para su hijo ahora no logra recordar qué, es probable que fuera algo superfluo. Él le regaló cinco pesos convertibles. Toda su fortuna en ese momento.
Sintió en aquel momento, lo reconoce, la mezcla de comportarse con cierta estupidez y una limpieza que aún le dura. Al fin era para un niño y ella dejó de llorar y dijo que se lo pagaría. Una semana después apareció en su casa no aclaramos nunca el punto de cómo localizó la dirección- y bajo la advertencia de que le gustaba gritar se desnudó en pago a aquellos cinco pesos. Estaba chiflada. Y sí, le dijo, pero que se preocupara solo de taparle la boca si se excitaba demasiado pues no era la primera ni la última vez que hacía algo semejante. Un buen día para el pez plátano, me dice él y, en su opinión, la necesidad de aquel dinero era tan vital que se hizo frecuente el pálpito de encontrarla frente a su puerta a cualquier hora.
Quería ser cantante y logró grabar una demo. Se divorció de un hombre que la traicionó una vez. No porque no lo quisiera ya, sino que aquella traición se multiplicó en ella por ocho en menos de un mes; y antes de dejarlo se lo dijo porque nunca tuvo miedo. La venganza se había convertido en un hábito y no era justo para su cuerpo ni su prestigio. Buscaba un extranjero que la hiciera feliz y la sacara del país. A mi interlocutor le escribió una canción que él ya no tiene y se llamaba, adivinen: Cobarde.
Desapareció de su puerta cuando un extranjero vino a su vida. Nadie supo de ella en algún tiempo. Dejó el trabajo en una oficina que él ya no recuerda, el hijo con los abuelos y se fue de tour por el país. Reapareció un mes más tarde, a las dos de la madrugada. Él sintió los toques leves en su puerta y no sabe cómo, sin preguntar, supo que era ella. Tiró su bolso en una esquina y le pidió que no le preguntara nada. Sólo quería dormir con él. Luego le contó su experiencia. Traía puesta una camiseta con la imagen del Che Guevara y le comentó que en lugar de hoteles y discotecas se la había pasado cantando canciones patrióticas y de reunión con militantes de la Juventud Comunista y delegaciones de extranjeros comunistas, a una de las cuales pertenecía el suyo. Vaya experiencia primera de jineterismo, le dijo él.
Pero ella le aclaró que no había sido malo, sino extraño. Al fin se casaron el mexicano y ella- y en vez de sus sueños de cantante consiguió dos trabajos de mesera. Un poco después logró llevarse a su hijo. En alguno de sus viajes a Cuba lo mandó a buscar. Él pidió prestada una bicicleta y atravesó la ciudad en tiempo récord. Iba con ganas de todo, casi enamorado Tocó a su puerta entonces por primera vez se veían allí-, con ganas de oírla repetir la advertencia de siempre: Tápame la boca, pero ella solo quería enseñarme sus tetas, lo hizo de soslayo en un descuido del crío. Tú, que los has visto antes, dime cómo se ven ahora con silicona. No hubo más.
Ahora está afuera en una de las mesas del café, esperándolo. De alguna manera lo sabe mi interlocutor. Ella, exigiendo que cambien la música o le traigan un vaso de agua fría, sólo por joder. Conoce los hábitos de mi interlocutor y los lugares que frecuenta porque tuvo la delicadeza de preguntárselo hace unos días. Está por ahí, lo sabe él. Ella nunca lo engañó. Lleva un vestido amarillo, corto, y unas medias de fútbol a rayas a la altura de las rodillas. Él traza una línea sobre su muslo para ilustrarme. Si tiene oportunidad de acostarse con ella se muestra inseguro al respecto- sabe que a causa de su túnel del carpo no va a tener esa proverbial soltura, que ella admiraba, para desatarle el sostén con un gesto rápido en medio de un abrazo. No saltarán por sorpresa sus pechos de silicona. Debe haberle parecido un tanto melancólico en sus últimos emails -como me parece ahora a mí- porque recién la semana pasada le envió un correo electrónico con una advertencia perentoria. Llega el domingo a Cuba. Hoy vendría a salvarlo, pero aún él no sabe de qué.