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La tarde de las comadrejas

Por Alejandro Cernuda Categoría Crónicas

Salgo de la sala de Internet más temprano que de costumbre y voy a buscar a Tamara a las oficinas de Patrimonio. Debo recorrer 26 kilómetros hasta mi casa y ella la mitad. Como es en la misma dirección se ha hecho rutina acompañarla. Vamos hasta el café del teatro Terry de Cienfuegos.

Pedimos un par de tazas de té y nos sentamos en la mesa más próxima a la reja del parque. Es parte del rito que luego de un momento ella me haga pedirles a los camareros un poco de limón para su té. Lo hago. Le duele la cabeza y apenas habla. En los altos de la catedral ensaya un grupo de rock, el ritmo es puro hardcore. Varias veces me he preguntado quién es el párroco de la catedral. Debe ser alguien muy valiente para autorizar estas prácticas que, por otra parte, a la hora del ensayo inundan todo el parque Martí. 

En el café del Terry hay varios extranjeros. En la mesa más próxima a nosotros está sentado un hombre mayor, en apariencias europeo. Frente a su mesa se acomodan dos mulatos y una chica, mulata también, con un vestido blanco y más oro que una vidriera de Tiffany’s.

Los tres miran con atención al extranjero. Él parece mirar a la chica con insistencia. Yo también lo hago. Está un poco gorda y también bella. Su voz, sin embargo, demasiado masculina, se dispara alta para pedirle una silla al extranjero -¿Me presta esa silla?- Como ya está sentada me parece curioso. El extranjero no responde, ella señala la silla, vuelve a preguntar y como su interlocutor permanece inmóvil, se pone de pie y la arrastra hasta la mesa Pues me la llevo, dice y pretende parecer simpática.

Tamara enumera las posibles causas de su dolor de cabeza[i]. Ella también se ha fijado en la escena de la muchacha y el extranjero y me pide que me cambie de puesto para no parecer tan evidente. Yo nunca he sido buen espía. La chica se ha subido un poco el vestido, a una pulgada de la rodilla, estira la pierna y mira de una manera sugerente al señor. Él, aunque no le quita la vista y mantiene una expresión seria, ausente, permanece inmóvil, inquebrantable, tras sus gafas oscuras. Los mulatos cuchichean y la chica le hace una seña al extranjero. Nada pasa.

En los ventanales de la catedral en la última planta- una pareja de hippies se besan mientras a sus espaldas resuenan, como a pelea de hembras, las guitarras del grupo de rock. Yo he quedado, en mi nuevo asiento, de espaldas al parque y de vez en cuando me vuelvo para mirar a los transeúntes. Tamara me regaña. Dice que no le presto atención.

La mulata ha seguido con sus insinuaciones hasta el punto de entablar un monólogo gestual con el extranjero. En ese momento entra una señora acompañada por un guía. No puedo entender el idioma, pero es claro su origen: de algún país de Europa del Este. Se dirigen a la mesa del inconmovible extranjero y entonces para todos queda claro: el guía la acompaña con precauciones porque ella es ciega. También lo es el hombre sentado frente a la mulata.

Ella comprende y deja de sonreír. Se siente burlada, ridícula y sus dos compinches chillan de risa como dos comadrejas dice Tamara-. La muchacha se defiende y termina la escena persignándose. Fue aquel ademán, hecho en una pausa de la vergüenza, sin embargo, su momento más sublime. Yo decido no volver con Tamara y ella logra hacer autostop en una furgoneta luego me contó- cargada de ataúdes.

Doy una vuelta por la ciudad y nos volvemos a encontrar en Palmira. Su dolor de cabeza se ha incrementado y decido acompañarla hasta su casa. Su madre me hace un café y me voy, aunque falta una hora para el autobús a Arriete – Ciego Montero. Tamara debe descansar. Llego al punto de recogida y me siento en el portal de una casa. Hay poca gente. Un grupo en la esquina, a cien metros de mí, una mujer con una niña en el portal de la tienda y un par de tipos que me miran con insistencia.

No les presto atención. Enciendo el segundo cigarro desde que salí de casa de Tamara y cruzo la calle en diagonal para sentarme en el muro del Registro Civil.   Los dos hombres por fin cruzan la calle. No los conozco, pero está claro que algo quieren de mí, ¿y cómo no en esta tarde de las comadrejas? Uno de ellos me pide fuego y el otro se sienta a mi lado, demasiado cerca.

La situación se hace de inmediato incómoda. – ¿Usted es escritor, verdad?- Fue un déjà  vu, uno de esos momentos en que la paramnesia simula cumplirse y uno, pese a todo, no está preparado. La proximidad era agresiva, pero los dos tipos eran demasiado jóvenes para ser sicarios, no en Cuba. Ni la profesión de escritor lo suficiente peligrosa para ameritar un ajuste de cuentas.

Apoyé los dos pies en la acera y miré al grupo de personas que estaban cien metros más allá. La mujer con la niña había desaparecido del portal de la tienda. –Soy ingeniero de puentes sobre el Amazonas, les dije y ellos parecieron turbados por un segundo. Luego el que me había pedido fuego sonrió. No, usted escribió una novela.


En ese momento apareció un camión y el grupo de personas echó a correr. Nosotros también corrimos. Antes de abordar el camión los dos tipos se mostraron amables y me dejaron subir primero. Se podía ver que en Arriete estaba lloviendo. Por suerte el camión tenía techo y solo me quedó la preocupación de que mi madre hubiera olvidado poner un nylon sobre mi computadora. pero ella nunca se olvida.

Los dos tipos buscaron lugar cerca de mí y lo que hasta ese momento me había parecido una situación agresiva se tornó confidencial. Este quiere que usted le escriba una carta, para una mujer- El hecho de que mi padre había amenazado con cobrar las despedidas de duelo con tal de que lo dejaran tranquilo, no me servía de mucho, pues en ocasiones la gente está dispuesta a dar de su bolsillo más de lo imaginable a cambio de superfluas mercancías.

En el transcurso del viaje traté de explicarle, primero con razones de pureza y sinceridad y luego en términos pragmáticos que la composición epistolar había perdido importancia frente a otras estrategias del corazón, que escribir es impúdico y peligroso. Pero nada los convenció Usted escribió una novela y se fue a París. Qué le cuesta unas líneas-. Cosa que él estaba convencido y yo también de que podía hacerlo sin mí. Así que, entre bamboleos le dicté al más flaco de los tipos. Pon y confía en mí. A la puta que me robó los versos. cada palabra es como una innecesaria mancha en el silencio y en la nada. Samuel Beckett.

El flaco no protestó incluso le dio confianza lo duro de la expresión, pero escribió versos con b[ii]. Tenía, sin embargo, tanta seguridad y tan poco prejuicio al transcribir lo que yo decía que era imposible su fracaso Te puedes ir al carajo, cambiarte las tetas de izquierda a derecha. Puede que muera de tu mordida, perra, mientras no empañes tu vida, habrá poesía- Y ambos reían mientras el flaco trazaba garabatos ilegibles en el margen de un periódico viejo. Puedes juntar las manos. Amputarte las trenzas. Yo daré mientras tanto tres vueltas de carnero. Cuando el camión llegó a Ciego Montero. Hasta la victoria siempre, oh bella ingrata, amada enemiga mía.  la obra estaba terminada y la lluvia también. Nos despedimos con un gesto. El flaco se metió el periódico en el bolsillo y yo me fui a casa. Un kilómetro más. Ellos tres iban a ser felices para siempre.

[i]Las causas del dolor de cabeza de Tamara oscilan entre las condiciones anormales de trabajo: ruido, polvo, exceso de personal, etc. debido a las obras de reparación que se están haciendo en su oficina. Atendiendo al rechazo que le hace al olor de los alimentos fritos, su dolor puede deberse a una mala digestión. En tercer lugar esta cefalea puede ser consecuencia de otras preocupaciones en las que invirtió gran parte de su conversación-. Tal vez las consecuencias sean múltiples.

[ii]Es muy probable, por el ruido del camión y algún razonamiento lógico, que el flaco haya entendido besos en lugar de versos.

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