El síndrome de Stendhal

Fragmento del libro


El síndrome de Stendhal
El síndrome de Stendhal
Alejandro Cernuda Ver en Amazon


No compré flores para Valentino. Con parte de los cincuenta mil pavos me fui al Caribe, pero antes y como siempre, dije lo mismo: Hola, con el señor o la señorita... Le llamo desde Vodafone. La fibra óptica ha llegado hasta su edificio. Tenemos unos precios muy sugerentes… y así. El mismo discurso cien veces al día. Salvo algunas respuestas amables y por tanto una posibilidad para mi empresa, la gente me trataba a telefonazos. Aquel martes decidí saltarme la regla y no comencé por el principio el orden de la lista. Me llamo Pilar. Como es un nombre común en España y siempre encontraba varias en la lista… como yo soy amable supuse lo mismo de las otras. Busqué las dos Pilar que había en el folio que me entregó ese día Jorge Luis de la Luz y a ellas las llamé primero que a nadie. Vale decir también que después de esas dos llamadas y por la exactitud y lo raro de las respuestas, no hice ninguna más. Me fui a casa sin importarme qué podía pasar.

-           Hola, con la señorita Pilar González. La llamo desde Vodafone porque ya la fibra óptica…

-           Lo siento mucho, querida. La señorita Pilar se ha ido al Himalaya, a llevar los restos mortales de su ex novio.

Me ha sucedido muchas veces. Hay quien no puede recibir los beneficios de Vodafone porque se encuentra en ese momento unos kilómetros al sur del Polo Norte o bajando, bajando, a las profundidades de las fosas Marianas. Sólo que este breve diálogo me tocó en lo más profundo del corazón porque me llamo Pilar, igual que esa señorita, y mi ex novio Valentino Schmidt me había hecho firmar un contrato notarial donde acordábamos que llevaría sus restos al Himalaya. Incluso, el dinero para este trámite estaba contemplado en su testamento.

Desde el piso de la segunda Pilar recibí una respuesta casi idéntica y no vale la pena transcribirla. La única diferencia ya no tuvo mucha importancia… la podía suponer. El difunto ex novio de esta chica se llamaba Valentino Schmidt, o para ser más exactos, la voz de una vieja, llorosa, me dijo que el señor Schmidt, de nombre que ahora no recordaba, pero que tenía relación con el cine de los años veinte, se había caído de la torre de la iglesia mientras trataba de fotografiar las crías de una cigüeña. Añadió que lo había sentido mucho porque de verdad que el tal Schmidt era un joven simpático. Ese era mi Valentino, que por demás era fotógrafo de flora y fauna. Lo de simpático, cierto, pero que nadie crea la simpatía una condición suficiente. Ese rubio de descendencia alemana se podía comportar con la más absurda indiferencia.

Cuando llegué a la casa sabía que en el buzón iba a estar esa carta del abogado y la petición de que fuera a recoger el dinero y las cenizas para poner rumbo al Himalaya. La carta había llegado días antes, pero como subo a casa desde el aparcamiento y el buzón está en la primera planta casi nunca lo reviso. Claro que Valentino no pretendía que pusieran sus restos en el mismo monte Everest, pues es casi imposible para una telefonista de Vodafone, sin otro ejercicio que correr de esquina a esquina de la mesa en su silla de pequeñas ruedas... Con que pusieran las cenizas en algún lugar aislado era suficiente. Por otra parte, a quien no lo sepa, subir al Himalaya, desde una aldea en su base, hasta el pico final, tiene un precio de más o menos 15 000 euros, a pagar entre los tantos cargadores, equipos y guías necesarios. Nadie calcula la cantidad de chuches que se pueden comprar con ese dinero. En concreto, Valentino me había dejado cincuenta mil euros. Una buena suma para, luego de una relación tan poco memorable y viendo que había otras Pilar con cenizas, verter sus restos en el más sagrado de los baños públicos de Madrid.

Todo fue rápido con el abogado. Eso sí, tuvo el cuidado de no mencionar a las otras chicas y yo no dije nada. Temí que algún tipo de revolución pusiera en peligro la pasta que me correspondía. Esa misma tarde tiré las cenizas en el baño del Corte Inglés que está en la esquina de las calles de Serrano y Ayala. Me las habían entregado en una vasija de forma humana, bastante guay, tanto que pensé quedármela y si no lo hice fue por superstición. Al levantar la tapa del cubo de basura para tirarla me encontré con que ya había otra igual allí… otra Pilar que hizo lo mismo, me entró risa al comprender lo igual que pueden comportarse las mujeres y a pesar de ello los hombres no entienden nada. La Pilar que pasó antes de mí, lo confieso, me pareció más decidida, por no contar con esa pequeña ventaja que me daba ser la telefonista de Vodafone y saber por adelantado que había otras implicadas. Imaginé entonces todo el Himalaya cubierto, como un helado de vainilla con escamas de chocolate, por mujeres que se llaman Pilar y cargan pulidas vasijas de nácar con los restos de muchos hombres de nombre Valentino Schmidt, y me arrepentí de haber tirado las cenizas y la vasija. Tuve ganas de saber de qué iba todo aquello, si era una broma o qué. Luego me compré una caja de bombones, de coco y chocolate, y se me fue pasando la curiosidad.

Me fui a Cuba. Sin las cenizas, no me pareció buena idea quedarme en Madrid. No sé, sospeché que el abogado podría enterarse de mi indisciplina. En el aeropuerto de Barajas, mientras esperaba mi avión a La Habana, tuve la curiosidad de ver si había algún vuelo a Nepal o lugares aledaños en ese momento, por si alguna Pilar se había retrasado. Ninguna línea iba a Nepal, pero sí a China y claro, allí había una Pilar, tan asustada como cualquier otra mujer a la que se le imponga una misión de tal envergadura. Supe que era mi tocaya porque en ese momento pasó la vasija de nácar desde el bolso de mano a otro más grande, donde imaginé que llevaba todo tipo de instrumentos, comprados en alguna tienda especializada de alpinismo. No quise hablar con ella, nunca me han gustado ese tipo de conversaciones entre dos mujeres de un mismo hombre y menos en un momento tan delicado. Pero un rato después, mientras me fumaba un cigarro en la salida de la terminal, fue ella quien se acercó a mí.

-           Creo que sólo faltamos nosotras -me dijo. Menos mal que no soy la única que va a salir dos días después.

-           ¿Perdón? -le dije y ahora fui yo quien se asustó. Yo no llevaba vasija ni ninguna otra marca distintiva de mi condición ni nombre.

-           ¿Qué sabes del clima en Nepal? Con tanto apuro y el entierro de Valentino no pude buscar información. ¿Me das fuego?

-           En Nepal hace frío siempre, supongo -dije por decir cualquier cosa.

-           Claro, Pilar, si no me dices otra cosa, pero bueno, en tu caso no tienes que saber. Sólo te pregunté por curiosidad. Tú vas al Caribe ¿No?

-           ¿Perdón?, la chica me miró un tanto confundida. Tenía un tic nervioso… no se le notaba casi, pero durante un segundo pareció hacer ese gesto con la nariz, igual que los ratones blancos que venden en las tiendas de mascotas.

-           Al Caribe. Sol, playa, hija. Claro que muchas se pusieron celosas de que tú fueras al Caribe mientras que otras iban a lugares tan ásperos como Nepal o Siberia.

-           ¿Cómo sabe que yo voy a Cuba? No sé por qué en ese momento le dije lo de Cuba, pero es igual.

-           Le caías bien a Valentino y eso cualquier Pilar del grupo lo sabe.

-           ¿Qué grupo? No sé de qué me habla… ¿Cuántas Pilar son? -El cigarro se me había consumido entre los dedos, así que prendí otro, pero la chica no me imitó. Recuerdo que me iba a reír y decirle que Valentino de Valentino solo tenía el nombre y dudaba la existencia de muchas amantes. A propósito, nunca he visto una película de ese señor… Siempre tuve la sensación de estarle dando a mi Valentino algo de lo que no tenía idea. Pero la chica miró a su alrededor como si la hubieran llamado de alguna parte. Supongo que era otro tic nervioso. Además, no era momento de bromas. Hacía frío en el aparcamiento de Barajas. Estaba casi desierto. Salvo nosotras, no había más que un vigilante, los taxistas y un viejo con cara de descuidero.

-           Me tengo que ir, dijo la Pilar que no era yo mientras restregaba su colilla contra la reja del cenicero. Fumaba Davidoff, uno de esos cigarros fuertes de filtro blanco. Igual que Valentino. Son difíciles de conseguir en España y supuse que, como él, se los enviaban de Alemania u otro país de Europa del Norte. No era extraño que un hombre como Valentino Schmidt contagiara con sus gustos refinados a las mujeres. Era un hombre de esos que se defienden dentro de sus costumbres, como si tuvieran miedo del mundo exterior, y entonces parecen seguros de sí mismos… nada más equivocado.

Fue entonces, gracias a aquel cigarro Davidoff que comprendí lo de mi viaje a Cuba. Lo que hasta ese momento parecía mi sueño no era otra cosa que un anhelo impuesto en mi subconsciente por el ex novio de las mujeres que se llaman Pilar. Parece una película de espionaje y tenía que averiguar de qué iba todo esto. Un taxista se me acercó, más con intenciones de coquetear que a ofrecer sus servicios. Crucé al otro lado y no lo dejé hablar. Teníamos profesiones demasiado cacofónicas para mi gusto. El vigilante y otro taxista se reían como si el que se acercaba a mí fuera el payaso del circo. No quería perder de vista a mi compañera de viaje mortuorio. Mi única esperanza de tener un poco de luz era aquella chica, que parecía saber más que yo, o de lo contrario dejar correr la vida que, al parecer, ya no dependía más o tal vez nunca fue así, de mi voluntad o de la suerte.

La chica fue a una de las filas y de repente quedó diluida entre chinos que iban a su país, cargados de maletas de colorines y conversaciones musicales pero incomprensibles. Recordé cuántas veces Valentino se había quejado, luego de tantos años en España y sus estudios, de no poder lograr una musicalidad óptima del español si comparaba su forma de hablar con los chinos del mercado. ¿Le habría comentado a las demás Pilar? Ese detalle, teniendo en cuenta el lugar, era tal vez un buen motivo para volver a hablarle. En unos minutos la fila iba a llevar a la chica hasta un salón de espera donde se me iba a hacer inaccesible. Me acerqué a ella mientras arrastraba mi maleta, la cual para ese momento ya se le había trabado una rueda y rechinaba de lujo. Los chinos protestaron al principio, pero luego me cedieron espacio.

-           Pilar, le dije. Podría explicarme cómo sabe que voy a Cuba y qué es todo esto.

-           Pilar, no podemos hablar aquí. Solo continúe su viaje y las cosas se le aclararán como si de repente se hiciera de día. No se va a arrepentir.

-           Pero, Pilar.

-           Nada de peros, Pilar. Váyase a Cuba y cumpla la última voluntad de su novio.

-           ¿Tal como usted cumple la suya?, le dije un poco cabreada.

-           Sí, pero Valentino no era mi novio, querida. Estaba casado conmigo mucho antes de que cualquiera de las otras apareciera en su vida. De hecho, la idea de todo esto es más mía que de él.

-           ¿Usted?

-           Sí, querida, yo fumaba Davidoff mucho antes que él. Y, por cierto, no me llamo Pilar.

Los chinos no me dieron más tiempo. Acorde con su cultura cambiaban la vista a la que hablaba, como en un juego de ping pong. Pude sentir el alivio de ellos cuando la chica dijo que no se llamaba Pilar. La palabra que en ese momento corría el riesgo de convertirse en muletilla. Una de esas, de las que siempre debe cuidarse una telefonista de Vodafone. En ese momento recordé que los cincuenta mil euros no iban a durar para toda la vida y quise regresar a mi trabajo antes que la estancia en La Habana, programada para siete días, viniera acompañada de mi despido. Pero con todo aquel trote de abogados y testamento, ya me había pasado dos días ausente a mi puesto y probablemente otra decía: Hola, con el señor o la señorita… Es curioso como desde ayer iba decreciendo esa idea de que el dinero me iba a durar toda la vida. Ya me parecía incluso muy poco, aunque reconozco, no tengo idea de dónde pudo haberlo sacado Valentino, no para repartir entre tantas Pilar. Así que decidí continuar con el plan de mi ex, si es que en realidad existía el modo de que él, desde el más allá, pudiera dirigir mis acciones. Hasta ese momento lo había hecho, pero no confiaba en que pudiera continuar mi ritmo. En cuanto llegara a Cuba me iba a buscar un mulato y ya veremos qué iba a pensar de eso el muerto, o cómo iba a poder evitarlo.