Siempre me costó imaginar la oficina del presidente como un lugar iluminado, espacioso y limpio. En mi mente, como una foto quedaba la imagen de un cuarto lúgubre, dividido por una reja entreabierta, amueblada con una mesa y una silla, tal vez un estante metálico y la luz de una bombilla incandescente que colgaba del techo.
No debió ser así. La descripción primera y racional se acerca más a la verdad esperada para un presidente de la Empresa de Correos. Mi mente estaba condicionada porque la primera noticia que tuve de este señor se relacionaba con su expulsión del cargo. Cualquier otra modalidad de decorado de interiores, al estilo de los grandes industriales que vemos en las películas, tenía el contratiempo de que yo había visto muchas veces el edificio.
La segunda noticia, tal vez en la misma conversación me informó que el ex director de correos era uno de los pocos ingenieros postales que había en Cuba. Esa categoría de ingeniero postal era también nueva para mí. Pero qué sabía yo, mi entrada a los sistemas de distribución, clasificación y pagos me llevó a un mundo nuevo y aburrido, con muchas oficinistas, gente jovial y poco trabajo. Fue un golpe de suerte que me hizo colocarme frente a una responsabilidad como administrador de una red sin saber nada del asunto.
Al presidente lo expulsaron justo en mis primeros días de trabajo. Recuerdo el revuelo y la espera de quienes le daban demasiada importancia a un cambio de nalgas sobre una silla que estaba demasiado lejos de nosotros… allá en La Habana, y sin mucho poder ejecutivo en realidad. Sin embargo, la gente hablaba bien y mucho sobre la capacidad del viejo presidente y de algún caso de corrupción que lo llevó a muerte súbita.
Cuando revisaron su oficina no encontraron nada del otro mundo, algunos papeles sin importancia y una caja con nueve bombones. Entonces se especuló un poco sobre la trascendencia de un regalo exquisito en lo que debía ser la sobria oficina de un funcionario. Luego se tomó la determinación de enviarlos como estímulo a la dependencia más destacada del país. La suerte le tocó a la desmantelada oficina de correos de Rodas, en la provincia de Cienfuegos.
Los bombones llegaron sin contratiempos en menos de una semana, y pusieron al director municipal en un apuro insoslayable, pues los dulces eran nueve y los trabajadores diez. Se envió, entonces, como se estipula en estos casos, una carta a los órganos superiores, donde se preguntaba el método a seguir para un reparto tan complejo. Y el debate siguió, una respuesta y otra carta…
Esta ironía, tan dulce como los bombones, se convirtió por mucho tiempo en la comidilla de los empleados del edificio central de la Empresa de Correos. ¿A quién culpar de que un asunto trivial construyera la suerte del director de la pequeña oficina? En un par de años este funcionario se convirtió en el director provincial de la Empresa.
Nunca supe cómo resolvieron el problema matemático, pero sí que duró poco la suerte de mi amigo el presidente. Un par de semanas después de su nombramiento apareció un personaje con recomendaciones y currículo, fue nombrado jefe económico de la provincia, se le entregaron las llaves de la caja fuerte y, por la misma puerta que entró, desapareció al otro día con ciento setenta y cinco mil pesos. El presidente de la Empresa Provincial de Correos renunció y el bandido solo fue capturado un año después, cuando ya no quedaba nada del botín y su sentencia estaba marcada por un poder superior a toda fuerza humana. Había ido de la orgía al sida.