Nokia Suite
Fragmento del libro
Hannif tenía siete años cuando lo llevaron a circuncidar. Ocho meses después de haberlo conocido y mientras bordeábamos en bicicleta el lago Schildmeer, me contó que le había orinado la cara al sacerdote en el momento de cercenarle el prepucio; entonces el dolor fue doble porque lo castigaron. Me lo contó como una de sus mayores vergüenzas y así era de simple todo en su vida, causa y efecto, muchas veces el efecto era sólo el comienzo de un desenlace peor. Poco menos de un año antes de que me hablara de su fiel prepucio un avión me dejó en Sheremetyevo y, mientras aguardaba otro para hacer trasbordo hacia Holanda, el sonido de los móviles, esa canción de Nokia Suite, me trajo el recuerdo de mi viaje anterior a Europa, cuando yo era un joven académico de éxito, alucinado. El sentimiento resultante de esa melodía totalmente insulsa, no sé cómo describirlo y a la vez, en condiciones propicias, puedo escucharlo hoy, como si el teléfono de mi viaje anterior me trajera buenas nuevas mientras me bebo una copa en cualquier terraza tocada por los ruidillos del Sena. Es como la canción entre dos amantes que viven de pequeños fetiches. Unos meses antes que Hannif me contara sobre su prepucio yo era poco menos que un hombre escapando hacia el Este. El sonido de Nokia Suite es la primera de las dos verdades contenidas en esta novela.
Puedo recordar varios detalles de Sheremetyevo, el aeropuerto de Moscú: sus filas movedizas y por otra parte los pasillos desiertos, las fotos de modelos rusas, las matrioskas en el mostrador, una familia de gitanos sentados en la escalera, los funcionarios de roja corbata, los carteles en cirílico, el taconeo apurado de las aeromozas. Fue difícil encontrar alguna de esas cajuelas donde está permitido fumar en las diferentes salas de espera, y luego la señora que me pidió fuego para enseguida dejarme el mechero caliente entre las manos. Existió incluso la posibilidad, dado las cuatro horas que debí esperar, de escaparme a ver por lo menos la Plaza Roja, pero al fin me pareció demasiado riesgoso. Eran pasadas las once de la noche. Mi vida en el exilio comenzaba con la renuncia e inútiles fragmentos de memoria asociados en última instancia al sonido de un teléfono que no tenía. No recuerdo en absoluto los detalles fundamentales del segundo avión salvo que pertenecía a la KLM, ni de Schiphol, en Ámsterdam, donde ya había estado varias veces. Será porque allí me esperaban Casper y el Loco y entonces tal vez haya delegado en ellos la responsabilidad de la memoria. ¿Recordarán? Ese momento de saltar al pasillo y sorprendernos mutuamente, porque aún no creían que yo arribaba en el avión. Es probable que esos instantes se hayan perdido para siempre. Tal vez ninguno de nosotros se ocupó de documentarlo como “importante” en nuestras vidas. Más mía que de ellos es la responsabilidad.
Casper nunca me creyó capaz de hacerlo: atravesar el Atlántico en una fuga planificada en menos de un mes. Sin dinero ni papeles y bajo la sutil vigilancia de la policía cubana. Y ya en Holanda, pese a sus buenas voluntades, ¿quién podría predecir esa distancia que me separó de ellos mismos? Pero todo el mundo tiene una vida y yo necesitaba una nueva definición sin literatura ni palmadas en los hombros. Poco a poco la circunstancia me iba a demostrar que pertenecía más a un grupo, desconocido para mí en ese instante, que al de mis amigos cultos de clase media. Bajé a unas profundidades sociales de las que raramente emergí y, sin embargo, hoy vuelvo a sentir lejanas.
Le prometí a Hannif escribir sobre nosotros. Tal vez lo viera como mi forma noble de pagarle pequeños favores, tanto a Shehu Buhari como a él. Y lo cierto es que cuando cayó en desgracia y tuvo que irse a dormir a la calle, nada pudimos hacer. Además, se supone que yo era escritor y ¿de qué mejor manera mentir a quien no podía leerme? Aún en esos momentos, en los cuales la literatura se había convertido en una sensación lejana y no sólo gracias a mí –debo reconocer que había renunciado a seguir escribiendo-, en aquel entorno a nadie le importaba el oficio de los demás. Hubo momentos, sin embargo, en que yo mismo creí, mientras Hannif y yo paseábamos en bicicleta alrededor del lago Schildmeer, ambos con el sueño de pescar un par de rubias alemanas, supuse mi deber intentar el ejercicio de describir el paisaje andrajoso y gris, tan deshabitado por momentos, como si cruzáramos la puta estepa.
No supe en aquellos días que hoy iba a desear la preocupante libertad del paraje opaco y ventoso de la costa del mar del Norte pegada a Delfzijl, con sus sospechas de foca y a los pies su delicioso fondo de fango donde aún resuena el borboteo del barco recién reparado de Simenon y el humillo de la pipa de Maigret, donde una calle lleva el nombre del descubridor de Tasmania. Delfzijl, la primera ciudad construida sobre tierra robada al mar. ¿Será que los parajes grises se traban en la memoria como comodines de la nostalgia? No tengo la menor idea, pero algo debe tener. Desde que me fui de Cuba he vivido esperando el síndrome de Ulises como si fuera mi inevitable destino. Aún no llega.
Schildmeer no quedaba lejos del campamento, pero demoramos hasta el verano para visitarlo por primera vez. Lo cierto es que en aquella oportunidad creíamos haber descubierto el mar y una playa, desconocidos para los demás refugiados y por lo tanto de nuestra propiedad. No sentíamos amenazado el territorio por la presencia de holandeses y alemanes. Eran los representantes de otra especie y no nos molestaban; a lo opuesto, tal como un eslabón necesario para el buen funcionamiento del equilibrio biológico. Otro tanto las gaviotas y las bicicletas. Luego descubrimos que nuestro mar era un lago de diez kilómetros de perímetro y nosotros, probablemente los últimos en enterarnos de su existencia. Hannif sí lo conocía antes, pues llevaba un año en el campamento.
Él dijo que era el mar. Nos llevó a Shehu Buhari y a mí. Luego no me fue difícil convencerlo de lo cerrado de aquel entorno paradisiaco. Bastó la posibilidad de hacer un bojeo para comprobarlo y la aventura lo entusiasmó; el más tonto de los lances podía hacerlo. Shehu Buhari, más escéptico, ¿o debo decir el último representante de una corriente de racionalismo que aún no llegaba a su país?, recuerdo que comenzó una especulación acerca de la entrada que obligatoriamente debía tener aquel lago -aunque fuese un hilo de agua- y la proximidad del mar. Si el agua sale a la costa es parte del mar, concluyó. Había sido marinero, nadie podía discutir con él al respecto. Si algo puedo admirar de este africano era la perspicacia para defender sus argumentos, aun despedazados por las evidencias se aferraba a ellos, los vestía, los camuflaba.
Cuando estuvimos los tres convencidos, Shehu Buhari se las arregló para robarse el crédito del descubrimiento, pero qué nos importaba a Hannif o a mí. Schildmeer fue tal vez el punto donde se liberaron más nuestros pensamientos. Al menos el único lugar donde los tres nos sentamos en una terraza a bebernos una cerveza, un refresco para Shehu Buhari, que no bebió nunca en su vida. Como veíamos que solían hacer los de la otra especie. No me refiero a las bicicletas ni a las gaviotas. Lo hicimos a pesar de los prejuicios islámicos padecidos por Hannif, quien, pese a ser ateo, guardaba las formas de su cultura en su vida y en el campamento, donde muchos creyentes no se ocupaban de hacerlo. Recuerdo a un joven de Libia que rezaba entre convulsiones, arrepentido de la borrachera que cada noche se posaba en él. Fue en Schildmeer donde nos reíamos de todos y Shehu Buhari y yo planificamos los engranajes del tráfico de máquinas agrícolas de segunda mano hacia Nigeria.
Era un negocio fabuloso, con los inmensos mercados de la ciudad de Lagos, fuera del alcance de la ley, donde una mujer sentada en el soportal del mercado y con una manta tendida en la acera exhibía productos que unas horas más tarde iban a abastecer las necesidades de cualquier provincia interior del país, el séptimo más poblado del mundo, si eso es importante al negocio. Lagos tiene barrios donde los agentes de los barcos atracados en el golfo de Guinea compran barriles de petróleo en la calle para llenar sus contenedores y abastecer alguna refinería de Rusia. Petróleo robado de precisas horadaciones en los oleoductos y llevado a la ciudad por una red de capilares oculta o en camiones desde lagunas negras formadas en la espesura. Para nuestra aventura de segunda mano sólo necesitábamos dinero para comprar el primer tractor, Shehu Buhari y sus hermanos se ocuparían del resto. Pero no habíamos inventado nada nuevo como el descubrimiento de Schildmeer. Este tráfico alimentaba ya a muchos emigrantes. Otra de las cosas que sucedían a menudo fuera de nuestra percepción.
La segunda vez fui solo al lago. Tomé a Bird –mi bicicleta- partí contra todas las leyes por un tramo de autopista rápida y me interné en un sendero entre un canal y la costa. Un camino solitario, y sin embargo marcado con las señalizaciones propias de una ruta turística. Había cientos de gansos salvajes apostados en el terreno de una granja. Compartían el campo con las ovejas domésticas y unos pájaros negros de difícil clasificación. Al otro lado del canal jugaban el trigo y el viento en una de esas soledades olorosas, acaso evocadoras de alguna escena de sexo y el picor de la hierba en algún campo de caña de azúcar en mi isla. Incluso un recodo del camino semejaba la esquina de la finca de mis tíos en Cuba. Este punto quedó marcado para los futuros viajes que hice alrededor del lago, luego casi siempre con Hannif.
No tengo idea de lo que pasa dentro de un campo de trigo, pero no se ha documentado con certeza hasta qué punto el tamaño y la espesura alcanzada por las plantaciones de caña de azúcar han propiciado las prácticas sexuales ocultas, traiciones y primeras citas del campesinado cubano. No son, sin embargo, pocos los casos de parejas que se han encontrado en situación comprometedora al verse obligados a salir apresuradamente debido a la quema previa de los campos para su corte. En la década de los noventa del siglo pasado, en una plantación adyacente a mi pueblo funcionó una especie de prostíbulo de guardarraya, donde, principalmente en noches de luna llena, las meretrices ofrecían su servicio a solícitos clientes amparados por la noche, la lejanía del pueblo y la espesura. En verdad no me imagino que algo semejante pueda pasar en Holanda y menos en aquel norte despoblado. Creo que se podría tener sexo a campo abierto sin la necesidad de ocultaciones.
El recorrido alrededor de Schildmeer resultó estar plagado de sensaciones varias, exotismos y recuerdos, como una película, o tal vez como uno de los lagos, llenos de figurillas surreales que se pueden ver en El jardín de las delicias, el tríptico de Hieronymus Bosch, del que en más de una ocasión hablaremos en este texto. No sólo porque este cuadro fue concebido en lo que es hoy Holanda o se preste su composición a la manera en que está redactada la novela. Creo que Hieronymus Bosch encontró, como nadie en la pintura cristiana, la medida entre lo moralizante y lo artístico. Como Dante en la literatura. Schildmeer, como ya dije, se parecía a uno de esos lagos y allí me encontré con un fantasma.
Por primera vez en Delfzijl, como meses antes en Musselkanaal, me pareció ver a Rafael Fontecha, esta vez en el agua. Trataba de salir, agarrado al brezo de la orilla del canal. Por la expresión de su cara -lo que más recuerdo- esta sencilla operación parecía costarle un esfuerzo grande. Fue una de las mejores visiones si se tiene en cuenta que esta vez apareció vivo -hasta pareció saludarme en esos dos segundos- pues la única referencia física que tenía de él era una foto de revista tomada luego de su asesinato. Hoy pienso que influyó en la visión de este muerto lo más o menos tropical del recodo parecido a una esquina de finca en Cuba. Allí me bastaba cerrar los ojos para oler los naranjos. Aunque no sé si vi primero al campesino Fontecha o a esta parte del paisaje. Supongo que los fantasmas gustan de los ambientes solitarios. Por otra parte, su intento de agarrarse a la hierba para salir del canal era un tanto afectado de histrionismo; el canal no era profundo ni mucho menos. Ya le habría dado yo de porrazos con la bomba de mi bicicleta, pues era su culpa y de nadie más que yo me encontrara en aquella situación de asilo.
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