Un escritor venido a menos, a causa de una contingencia política, se ve de repente envuelto en el sistema de asilo holandés. Solo en su cultura y su status intelectual tendrá que abrirse paso y adaptarse a un modo de vida marcado por la violencia del choque de culturas en un campo de refugiados y la sutileza del sistema.
El protagonista logra entender la primera parte de este conflicto, pero no sobrevive a la segunda. En la novela se crea un paralelo entre su existencia en este lugar y El jardín de las delicias, obra de Hieronymus Bosch
Entre los personajes principales, que junto al protagonista forman una triada de amigos, se encuentra Hannif, un afgano converso y de sentimientos puros, y Shehu Buhari, un ex jugador de rugby de Nigeria. Los sueños de estos tres personajes se unirán junto con su situación actual. Su pasado, presente y futuro servirán de pretexto para mostrar la situación inhumana y sutil de los campos de refugiados en Holanda. Se da en el texto la visión de este país bajo la óptica de otras culturas. Pese a que se utiliza en varias ocasiones un lenguaje periodístico y anecdótico, el libro tiene el propósito de hacer una reflexión más humana que crítica.
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Le prometí a Hannif escribir sobre nosotros, tal vez lo viera como mi forma noble de pagarle pequeños favores, tanto a Shehu Buhari como a él. Y lo cierto es que cuando cayó en desgracia y tuvo que irse a dormir a la calle, nada pudimos hacer. Además, se supone que yo era escritor, y ¿de qué mejor manera mentir a quien no podía leerme?
Aun en esos momentos, en los cuales la literatura se había convertido en una sensación lejana y no solo gracias a mí –debo reconocer que poco me importaba seguir escribiendo-, en mi entorno a nadie le importaba un carajo el oficio de los demás.
Hubo momentos en que creí, mientras Hannif y yo paseábamos en bicicleta alrededor del lago Schildmeer, ambos con el sueño de pescar un par de rubias alemanas… supuse mi deber intentar el ejercicio de describir el paisaje andrajoso y gris, tan deshabitado por momentos, como si cruzáramos la puta estepa.
No supe en aquellos días que hoy iba a desear la preocupante libertad del paraje opaco y ventoso de la costa del mar del Norte pegada a Delfzijl, con sus sospechas de foca y a los pies su delicioso fondo de fango, donde aún resuena el borboteo del barco recién reparado de Simenon y el humillo de la pipa de Maigret, donde las calles llevan el nombre del descubridor de Tasmania.
Delfzijl, la primera ciudad construida sobre tierra robada al mar. ¿Será que los parajes grises se traban en la memoria como comodines de la nostalgia? No tengo la menor idea, pero algo debe tener. Desde que me fui de Cuba he vivido esperando el síndrome de Ulises, aún no llega.
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