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El mundo era una feria amable y sensual

Por Alejandro Cernuda Categoría Otros textos

Mi cumpleaños coincidía con la Feria Internacional de La Habana, feria comercial y no de libros. Mis amigos de la universidad y yo solíamos ir todos los años. Eran tiempos de cruzar la valla custodiada por los activos de la seguridad y correr hasta mezclarse con los empresarios y visitantes extranjeros.

Era ver el mundo nuevo de las cosas materiales, inexistentes en nuestra vida diaria: los autos, las computadoras de último modelo, las camas de agua. Las cosas que se pueden ver en cualquier centro comercial, pero que en aquellos momentos no existían en nuestro país. Un viaje por el espacio exterior, alucinante, de chicas contratadas para la publicidad, mujeres de otro mundo parecían, obras de una estética casual o simplemente más altas que la generalidad de nuestras compañeras.

Vivíamos la universidad más allá del estudio. Las clases se antojaban por esos días en algo rutinario, subjetivo. Lo de verdad importante era la fiesta, el sexo y la hermandad. Tal vez convertirme en escritor tuvo algo que ver con la síntesis de no encontrar cabida en las leyes del claustro, quizá no: acaso ya lo era antes de estar allí. Como sea, lo agradezco desde mi humildad de no graduado.

Allá quedaron las tardes en la Playita de dieciséis; los tickets falsificados para comprar pizzas al por mayor; las noches en la discoteca del Comodoro; aquella chica del cuarto de enfrente atrapada en la disyuntiva de ser fanática a Joaquín Sabina y amiga de Dulce María Loynaz, que una vez invité al teatro, a ver Don Quijote, interpretado por el Ballet Nacional de Cuba, y terminó complacida de mi firme propósito de darlo todo por quitarle la ropa, dar incluso una renuncia a mi cultura campesina, pues jamás había visto un ballet.

Quedó la cama; el secreto; las chicas, locas, que me dieron albergue los tres años que pasé de ilegal en la beca después que me echaron de la universidad; queda hoy el agradecimiento a la sabiduría de ellas, pues nunca se acostaron conmigo, no porque hubiera una relación fraternal inviolable sino porque no era su tipo.

Sabiduría que me llevó a buscar en otros pisos y otros cuartos o me puso de madrugada en el malecón. Recuerdo los saharauis que una vez nos invadieron el cuarto con sus alfombras, el té y para pequeños obsequios un saco de arena del Sahara. Oírlos cuchichear en su lengua exótica que acentuaba mi borrachera, la ceremonia del té, los rezos, y sentir, entrada la noche, cómo uno de ellos me despierta porque: todo no va a ser rigor en la vida, loas y prohibiciones, y me dice en perfecto español: Vamos, socio, vamos al malecón que yo también necesito un trago.  

La Feria era el pináculo de aquellos tiempos, el evento esperado por quienes no teníamos diez dólares para pagar la entrada, pero sí buenas piernas para salvar el muro y ningún complejo de beber agua con azúcar frente a los que empuñaban bebidas exóticas.

Éramos fuertes y la Feria un mundo de glamour y dulces y revistas para llevar. Era llenarse las manos y los bolsillos de muestras de productos que muchas veces ni sospechábamos sus usos. Era participar en los concursos de quién se come más rápido una Burger King gigante, quién es capaz de repetir la historia de cierta marca, de cierta empresa.

Los concursos organizados por las empresas confiteras, y mis amigos, de vista impecable para ver desde el balcón los resultados escritos en el papel de los animadores: toda una red que pasaba la información desde el balcón a la escalera, al pasillo y a mí, situado entre la multitud que intentaba responder las preguntas, tan ajenas a un estudiante de ciencias, como puede ser la forma de confeccionar un dulce específico o nombrar diez tipos de panes; hasta que logramos el pastel achocolatado del gran premio.

Comer las puntas de los panes que los camareros, al hacer sándwiches, desechaban en una caja de cartón; beber el agua con azúcar que habíamos llevado. En fin, éramos tan universitarios como se podía ser en tiempos de crisis, con aspiraciones secretas y quién sabe qué idea, qué visión de sí mismos, para hoy. Sin saber que todo aquello tan real en ese momento era parte de un sueño que guarda más relación con la edad que con nuestra individualidad.

Pintura que representa la muerte de Sócrates
Momento en el que el filósofo Sócrates está apunto de beber la cicuta.

Si cumplías año y llevabas a mano algún documento que lo acreditara, podías aspirar a una cerveza sólo así, pues eran muy caras. Allí no se desarrollaba un formal encuentro de comerciantes, sino que el mundo era una Feria amable y sensual. Una cerveza no emborracha, pero a veces te produce una sutil resaca que dura toda la vida.

Si bebes mucho, una tarde sientes la necesidad irrevocable de seguir haciéndolo. Igual que el estudio. Los sofistas predicaban los conocimientos para infundir vista a los ojos ciegos, pero se necesita caminar de cuerpo hacia la luz. Algunos lo hacen, y cuando vuelven a la caverna, por lo menos saben que la piedra fría no es la mejor opción.

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