Enamorarse de Ana

Fragmento del libro


Enamorarse de Ana
Enamorarse de Ana
Alejandro Cernuda Ver en Amazon


Dijo que era ilegal y me apretó las piernas y caímos: ilegal como subirse al ómnibus por la puerta trasera o traficar con cocaína. Casi desangrado y los mismos humos que cuando nos conocimos en el tren hace ya quince días. Esa infeliz coincidencia de un bosnio y un cubano con asientos contiguos, y descubrir que iba a Ciego Montero. La trampa de creer que tenemos algo que contar por vivir en lugares tan distintos, la curiosidad por averiguar qué necesitaba de mi pueblo. Sentarnos juntos, agradecer que hablara ese español de preguntar directo, y después sentirlo escondido en las respuestas para no revelar sus intenciones. La misma poética de esta noche, como si fuera ajeno a la muerte y el símil hiciera juego con las vibraciones casi cómicas por los espasmos cuando arañaba la tierra con los talones o estiraba los pies. Arrepentido de haberse acostado con Ana, o por lo menos quise entender que en su jerigonza, llamaba ilegalidad al sexo con la mujer impropia.

Aunque no pidió perdón en una frase concisa, y a lo mejor su confesión era como sus susurros en latín cada madrugada, y el insomnio fastidioso por oírlo leer. Las otras palabras se ahogaron en el vómito, escupió rojo en mis zapatos y tenía ruidos de asma. Sin embargo, logré entender: mencionó París y no sé qué mentiras. Luego, en el delirio, su boca se llenó de sangre y por fin se calló.

Lo maté, pero los abogados no resolvemos con cuchillo ni nos enamoramos de mujeres como Ana. Un día antes no me lo habría imaginado. Incluso ahora, lo miraba para acostumbrarme a la idea de que estaba muerto por mi culpa: la carrera a campo traviesa, dos golpes y una puñalada. Y caer con él sobre la mierda de las vacas. Cansado de perseguirlo y con esa sensación morbosa de tenerlo ahí, desnudo, sintiendo nada más el peso de su cuerpo y yo sin dolor alguno. O era que, con la sangre caliente, no dolía el pedazo de carne que me arrancó de una mordida en el cuello. La pelea había acallado los grillos y no se escuchaba nada, excepto los goterones contra los charcos y el ladrido del perro desde el portal de la casa de Caridad. Kleinn quedó arrodillado, con la cabeza entre mis piernas, como dos homosexuales cansados de tenerse sobre el pasto del potrero; y las doce y tantos… parecía tarde por culpa del viento en la cortina de pinos. Sonaba igual que el pitido después del himno nacional cuando se terminan los programas en la televisión.