Bajo la luz del vitral

Fragmento del libro


Bajo la luz del vitral
Bajo la luz del vitral
Alejandro Cernuda Ver en Amazon


Mirta se detuvo frente a una de las habitaciones. Hizo un giro para comprobar que todo estaba bien a sus espaldas y en el patio. Tiró de la puerta con las dos manos en el borde hasta hacerla chocar con su propio pie puesto a manera de tope. El interior permanecía iluminado gracias a la luz de la calle contigua, filtrada a través del vitral de motivo religioso. Ella pudo distinguir los rasgos del joven bajo la sábana y su ropa colocada en el espaldar de la única silla. Era de madrugada. Pese a ser la dueña de la casa, si Mario despertaba iba a creerla loca por él. Para una mujer como ella el entredicho era uno de los peores contratiempos. Un concepto ético que no estaba dispuesta a arriesgar luego de haber sacrificado tantas cosas. Pero ya estaba allí. Era urgente terminar lo que vino a hacer. Hizo una mueca y sonrió antes de dar el primer paso. Permanecer expectante, en todo caso, le pareció enfermizo. Se imaginó descubierta en el umbral, ¿y qué iba a decir? Las excusas eran demasiado erráticas y la verdad inadecuada para una mujer, quien, a pesar de su fama, se sentía orgullosa del respeto de sus allegados. Trató entonces de no mirar al joven. Su estado inconsciente lo hacía fuerte y esa fuerza mellaba en ella el espíritu de matrona. Habían pasado sus mejores años, pero se sabía deseada por casi todos, incluso por este joven dormido, a lo mejor ahora inmerso en algún sueño erótico. ¿Sería capaz de pensar eso de mí que he sido como una madre?... que lo quiero. Tan depravado y en aquel momento ahí… Piensa que nadie lo sabe. Se masturba a diario, inspirado en cualquiera de nosotras o en todas. Y ahora duerme, como un albañil cansado.

Mirta no pudo evitar la sonrisa en el momento que recordó un comentario de Grisel sobre el tema. Estaba aún detenida en la puerta de la habitación. Era lógico recordar ciertas cosas relacionadas con Mario, por ejemplo: las veces que en la noche hacía rechinar la cama. Una simple estadística. Cinco veces, con intervalos de media hora. Aunque claro, no todas las noches, o no siempre Grisel lo había escuchado, y a no dudar que ella exageraba. Fue un poco morboso y un prejuicio se superpuso a otro mientras comenzaba a moverse hacia el centro de la habitación. Trató de borrar una cautela impropia. El único remedio que encontró fue poner atención a las siluetas del vitral reflejadas en la cama. Ha funcionado en muchos casos a través de la historia, pensó… Esas sombras de ovejillas que se iban del lado de Cristo para deformarse sobre el pie desnudo y la sábana.

Decidió que esta visita no se la contaría a las chicas. Algún día lejano, quizá, a Fernando, por la seguridad de que él tampoco lo iba a decir, y ni siquiera a opinar. Ella misma no quería creerse a los pies de la cama con sus ojos adaptados ya a la luz del vitral. Se lo iba a decir a Fernando sin mucho énfasis ni reflexiones sugestivas. Luego lo olvidaría, como tantas otras cosas. La sensualidad no iba a tener el protagonismo que le dio en ese momento, así iba a quedar plasmado en su memoria. Pero la realidad es que miró, no el libro, que estaba al alcance de la mano, sino justo en la cintura de Mario. Buscó cualquier sinuosidad de la sábana que se pareciera a una erección. Permaneció inmóvil hasta que un reflejo involuntario de tocarlo le produjo desconcierto. Una mezcla de curiosidad y miedo a quedar en ridículo. Por eso concluyó su examen con el gesto maternal de cubrirle la pierna desnuda. Estiró la sábana para mejorar las proporciones de las siluetas de ovejillas, como en una pantalla de cine. Luego se estiró sobre Mario para agarrar el libro… Fue un gesto tierno, eso le diría a Fernando.

Entonces Mario comenzó a hablar dormido. Al principio fue un tropel de gemidos al final de un cambio de su postura. Otro revolcón y su discurso se hizo más o menos coherente. Mirta retrocedió, pero ya tenía el libro en las manos. No hay derecho a opinar por lo demás, no todo el mundo está de acuerdo, gritó el chico… Por el sentido de la frase, por el tono, ella se sintió de repente disminuida en su autoridad, obligada a escuchar. No se movió hasta que, a causa de los bufidos y las contorsiones, comprendió que él estaba hablando dormido. Nunca lo había escuchado alzar la voz, parecerse tanto en una expresión a un hombre hecho y derecho. Apretó el libro contra sus pechos y volvió a sonreír. Recordó su urgencia, rara en ella o tal vez por fin se acercaba a la tercera edad. Había bajado las escaleras a esa hora de la madrugada, con una impostergable necesidad de ir al baño. Para eso necesitaba el libro, no a contemplar la pesadilla de un joven. Como era la dueña de todo y del libro, no le pareció una decisión injusta.

Mario sueña con las lenguas de fuego sobre la ciudad de Bayamo. El carboncillo blanqueado por las explosiones del calicanto de las casas. Las vaharadas de humo que salen por las puertas y ventanas abiertas. El derrumbe de los soportales. Las yeguas tirando de sus amarras. Sueña la algarabía de los carbonarios de nuevo tipo. Unos jinetes se alejan para recomenzar el fuego en los barrios donde los alisios correntones de enero impidieron el avance de las llamas.

En su sueño estaban quemando la ciudad y claro, no todo el mundo estaba de acuerdo. Por eso, molesto, había hablado dormido. En medio de las lenguas de fuego sintió el calor de la sábana al cubrirle la pierna y el plano superpuesto de una mujer a los pies de su cama. ¿Una evidencia mística? Al despertar, unos minutos después, aún se respira el perfume. El joven busca la línea longitudinal de la sábana que lo cubre. Trata de volver a dormirse… Qué más da un aroma en una casa como aquella donde el perfume iba y venía por las grietas. Tres mujeres y demasiadas grietas…

Todo es un mal sueño, concluye, pero los libros nunca le han provocado pesadillas ni la impresión de sentirse amenazado. Hace falta otra razón, entonces recuerda la película de anoche y el miedo contagioso de Fernando. Los gritos y la forma pueril de cubrirse la cara con las manos hasta que Mirta le acunaba la cabeza sobre los muslos y él hacía un mimo al estirar los pies. Un gesto homosexual pese a la diferencia de sexos entre el sujeto y el objeto a acariciar. El hombre yegua fraterniza con la mujer araña y a intervalos una estridencia de macho con voz fingida, o Fernando la apretaba cuando aparecía en pantalla un primer plano de Jack Nicholson y escuchaba la música de Penderecki, quien se encarga de espeluznar en casi todo el filme. 

Ese ambiente pudo contagiarle la sensación de zozobra: miedo infantil, primitivo, a una película para la que tiene edad autorizada por los psicólogos y la inteligencia necesaria para identificar la ficción… o quién sabe si los perfumes. Además de Mirta, las otras chicas: Driana y Grisel, también estaban en el salón. Aburridas por distintas razones, pero presentes ambas en el mismo espacio, en el mismo sofá. Driana dijo haber visto cien veces la película y a Grisel no le interesa el cine. En todo caso, era de noche y ellas se impacientan cuando la casona finge ser un espacio legal, semejante a las otras construcciones del barrio. Después de la medianoche llegarían los hombres, no muchos y no todos por sexo. Al menos Driana esperaba, porque a esa hora Grisel ya tenía un compromiso.

Mario concluyó que antes de esa noche no había estado mucho tiempo con ellas. La casa enorme, los hombres impertinentes, los quehaceres, las salidas, el desgano… Era una de esas raras oportunidades en que se reunieron a ver la televisión. Esperaban a los hombres, como siempre, pero esta vez habían decidido no ver la telenovela y Fernando trajo una película. Era una noche distinta, por eso Mario se sentó con ellas. Driana lo fue a buscar al cuarto: Mirta quiere que vayas a mirar la televisión, pero él sabía que no era así. A la matrona no le importaba. Driana había visto la película y quería presumir. Necesitaba público, por eso lo fue a buscar. A lo mejor, pensó el joven, los perfumes unidos me produjeron un insomnio de última hora. La profunda necesidad de cagarse en su suerte, porque el insomnio en él no se convierte en la preocupación de sentir la llegada del sueño en un momento menos pertinente, sino en el desgano de no encontrar nada que hacer.

Estira la sábana para separarla del cuerpo. Insiste en volverse a dormir. La mente se le vacía por un tiempo indeterminado. Trata de no pensar en nada, no hay ruidos. La sensación de calor cede lugar, la mente en blanco, trata, y entonces piensa: blanco de papel, y sigue: papel para barcos listos a zozobrar en la zanja inundada por el aguacero. Ya no puede detener el pensamiento. Recuerda un tronco húmedo, en el mismo lugar donde roído por la roña venía a sentarse su abuelo Pedro Ramón Morales, siempre con historias de mejores tiempos. La zanja, buena de ver en los días que la lluvia prohibía ir a clases. El momento en que su abuela echaba a la corriente algunas cáscaras de plátano. Los juegos y las correrías por el campo. Se quedaba mirando la corriente turbia de agua rápida en dirección a Palmira. La zanja donde su padre loco ya, se revolcó dos veces en el éxtasis de un sexo de mujer hecho de fango. ¡Mulata!, repetía mientras se encajaba en la vieja cueva de una araña. Las contorsiones estrambóticas, peligrosas y poco higiénicas. Recordaba el escándalo de su madre y la risa compasiva de los vecinos.

¡Driana!, susurra Mario, como si ya estuviera sentado para el desayuno y necesitara la mantequilla a la izquierda de la chica. La imagina dormir menuda, como la vio por accidente la vez que Mirta lo mandó a buscarla y luego le mintió porque no tuvo el valor de cortarle el sueño y se demoró en cerrar la puerta el tiempo reglamentario para asumir que le gustaría una mujer, aunque no se llamara Adriana, ni fuera tan perfecta en las autosuficiencias intelectuales. Una mujer cualquiera, dormida en pose de inminente necesidad de protección.

En varias ocasiones se arrepintió de no quedarse un par de minutos contemplándola desde el pasillo. Mantener la cabeza contra la madera de la puerta, con miedo a olvidar, si se alejaba, lo memorable de la escena. Una mujer cara y frágil a la vez, casi una estatuilla de biscuit, como las dos que guarda Rosa la Reina en la vitrina desvencijada de la casa de enfrente. Sola en el piso superior. En una de las habitaciones de aquel pasillo lleno de puertas que conducían a cuartos en derrumbe. Una princesa dormida por cien años y él sin dinero para despertarla. Y la casa como el castillo de un cuento, pero con olor a orina de borrachos.

El duermevela arranca y termina. Se embeleza y de repente le molesta no poder quitarse de la mente a las mujeres. Sin una razón notable tiene los ojos abiertos, la mirada fija en la ranura bajo la puerta. Es el momento en que todo sobra en la cama, incluso él, pero no tiene ánimos de levantarse, como aconsejan los sicólogos: no luchar contra la vigilia, agarrar un libro… Y es que los sicólogos no saben del desamparo generado en este renacer matinal. El riesgo de sentirse solo en la primera planta de la casona. Imposible salir al pasillo. Las columnas, la majagua, los bancos del patio interior y hasta la reja de la escalera están cubiertos de pátina, de la humedad suficiente para repeler el contacto humano. Mario no se animará a salir hasta que no sienta el ruido de la gente o una necesidad íntima. Nunca por el desvelo. No es la primera vez, pero antes ha logrado dormirse con el frescor de la madrugada y en raras ocasiones ha soñado. En alguna parte leyó que había personas con la capacidad de moverse a conciencia dentro del sueño; gente con el poder de invocar eventos. Una propiedad envidiable. Pero también existe el prejuicio a las premoniciones, y personas supersticiosas como Rosa la Reina, la vecina de enfrente, y luego no tienen paz con las cábalas y los albures… Ha soñado hoy, pero qué diferencia esta noche de las demás: ¿una advertencia de que no salga a vender tabacos ni a buscar turistas para las casas de alquiler porque, como dice Fernando, la calle está cada día más mala?

La sábana lo ahoga y gira para destaparse. De nuevo el ruido… ¿qué puede ser?, ¿las campanadas de la catedral anunciando la hora como si comenzaran a medir el tiempo en el horario militar? ¿Personas que caminan alrededor de su cama? Mario alcanzó un mayor grado de conciencia gracias al miedo de sentirse acorralado. Levantó la cabeza hasta la altura donde el ventilador soplaba más fuerte. Miró la luz de la mañana a través del Cristo en el vitral de la pared que da a la calle contigua. No eran más de las seis y media, y sintió dos alivios: la sensación de secar con el fresco apurado de la madrugada las gotas de sudor en la frente y la certeza de estar solo.