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Hormigas en las paredes de La Habana

Por Alejandro Cernuda Categoría Arte”, Suplemento

Es la Bienal de arte de La Habana, mañana iremos. Dicen que hay unas grandes hormigas de plástico en las paredes de los edificios. Pero primero vamos a la Juerga de los Poetas… Hay vino y ron para todos. Alguien declama de Lorca la Oda a Walt Whitman y se habla de alucinógenos y música.

No hay casi público ese día en la Juerga, una sola chica, los actores de casa, escritores y el loco que siempre pasea a esas horas por el bulevar de Cienfuegos. Han cambiado de fecha la Juerga y los trovadores cantan cerca de las ventanas y proyectan la voz y las insinuaciones a las extranjeras que regresan del Palatino.

Marcial lee sus poemas y Candelario nos asegura –la pura verdad, dice- que alguien trató de asaltar a un turista con un alicate… Lo atenazó por la barriga, justo al costado del ombligo. El dinero… pero el turista no tiene y el hombre se cansa de apretar. Cuando se marcha el extranjero lo llama a gritos. El bandido, que es inexperto, regresa. El turista mete dos dedos en el zapato, saca algunos billetes, separa un par, se los da al asaltante y le recomienda comprarse una pistola, pues su método roza la tortura y eso no es bueno para nadie.

Llega entonces la penumbra, más con el ron que a causa de las horas. Me voy al parque Martí y luego compro más ron. Ya no queda Juerga atrás, todos se han ido. Me tiro en un banco y el tipo me advierte sobre la mochila: demasiado descuido de mi parte cuando cae la noche y parezco –dice el tipo- parezco borracho.

A las nueve me tomo un café. El aire, pesado. Se van cerrando los arreglos de la terminal de ómnibus y se monopolizan puestos para dormir. Llega la noche brava para quienes no tienen sitio y yo trato de recordar los versos de Lorca en esa Oda a Walt Whitman… Aquí se debían cantar. Me cambio de camisa.

A las cuatro y un poco de la mañana estoy frente a la casa de los leones, en el Prado. A las cinco se reúnen los pintores. Me subo al autobús y despierto a pocos kilómetros de La Habana. Hay hormigas en las paredes, dicen.

El Instituto Superior de Arte (ISA) es la escuela que menos me gusta, menos que las escuelas militares o los pedagógicos. Nada es más cruel que el certamen de la imaginación y las poses de quienes pretenden escalar un nivel social entre sus compañeros, a golpe de una originalidad deshumanizante. Esas ganas de cagarse en la Academia.

No abunda la humildad entre los artistas y se reúnen los que tratan de escapar del kitsch, y discriminan. En ningún otro centro de estudios hay una relación más agobiante entre lo que intentas convertirte y el ser social. No hay piedad con lo considerado mediocre en el momento de juzgarlo.

Estuvimos allí dos horas y luego a La Habana Vieja. La Bienal está por todas partes, eterna. Parece que las obras temporales son un añadido que, sin embargo, se agradece. Se siente que por fin va muriendo el prurito de la circunstancia y hay menos profusión de símbolos o no son tan locales o por lo menos están mezclados con otros discursos. Falta lo vaporoso, la sonrisa y la sombra amable, un pequeño brillo, una sutileza.

Parece la bienal una competencia de espectáculos, una feria en la plaza de armas de un castillo europeo. Algunos escultores se olvidan del acabado y no importa, o trazan una cruz sobre todo lo que no lleve el signo de lo imaginativo al extremo.

Me voy a por un café a la Plaza Vieja. David Soler nos habla de arquitectura: barroco, neoclásico, colonial, ecléctico; veneras, capiteles, frontispicios, arcos ojivales, noción de volumen… Edificio por edificio, compara, recuerda, se encabrona. Nos confiesa que sus alumnos le temen cuando sale a la calle con una cámara fotográfica, y luego vuelve de su mente y nos habla del auto que más le gusta entre los que aparcan al costado del edificio de Bellas Artes.

Hay dos bultos formados con mis libros en la librería de Obispo. ¿Se han vendido algunos? le pregunto a la librera. Algunos, supone ella. Una mujer nos pide un dólar, se confunde porque de nosotros una chica parece extranjera.

Me encuentro con un amigo, absorto, excitado… No son coleccionistas, son colectores. Millonarios, me aclara. Gente que no tiene dinero en el bolsillo, como lo conocemos nosotros, pero compran colecciones de cuadros para adornar castillos, comprados con anterioridad o no. Mi amigo, loco de ganas de compartir su experiencia reciente de guajiro llamado a la contingencia de descubrir una realidad inverosímil hasta ese momento.

No es Cuba, protesta. Me dice que allí mismo, entre cervezas, le ofrecieron una beca en Nueva York, y me enseña a tarjeta del sponsor y yo pienso que acá se exhiben hormigas en las paredes de La Habana.

Pero si nunca has hecho una foto, le digo y él me habla de la fiesta. Había millonarios de verdad, me confiesa, asustado. Quise tomarme una cerveza -lo puedo imaginar acercarse a la barra con una mezcla de timidez y descaro. En esa casa hecha de las únicas tres que la dueña –cubana de Cuba- logró comprar en su trunco intento de agenciarse todo el edificio-. Sin embargo, no se atrevió a pedirla y ni siquiera se lo sugirió a la chica que lo había llevado.

Una cerveza… Luego se puso a conversar –es lo que se hace en la fiesta, que no es en realidad, me dice. Fiesta aburrida, sin música ni lugar a ligue si no tienes más que cara y juventud… lo único que hacen es conversar entre ellos. Sin darle otra alegría al cuerpo que la de mirar de soslayo a las mujeres, más inteligentes que hermosas, me dice, pero elegantes hasta los bloomers-. Tras unos minutos de conversación, de descubrir Mendives en la pared –y en persona- y fotos firmadas por Korda y otros que no conocía pero de seguro tan famosos… luego.

¿Podré tomarme una cerveza? Y el tipo, por joder, encarga veinte a los amables camareros de traje y lazo negro, quienes le ponen una bandeja frente a él. No pude comer, dilo así, me dice, que yo lo afirmo. Se asustó con las bandejas de langostas, porque él no sabe raspar el cascarón de esos bichos, y las lascas de cerdo estaban demasiado lejos.

Es lo que me gusta, dice, pero como nadie probaba. Nada más comí pistachos y aceitunas, que estaban por todas partes en platillos de una cerámica extraña, casi transparente. Me enseña, como prueba, el palillo de dientes que lleva entre los labios. Por lo demás, resume, la gente habla y se pasa tarjetas de presentación, como en un juego de naipes.

De los presentes nadie había sembrado más arroz que yo, me dice, y eso que lo he hecho poco. Sonríe, huele a cerveza, todavía. Vamos conmigo, me dice, a la fiesta. Y todavía aquella señora nos pide un dólar. Dejo a mi socio y nos vamos a la Cabaña.

Músicos en la habana
Músicos callejeros en el malecón de La Habana

Llueve. No hay tiempo ni público para ver los tiburones de Kcho, ni sus botes o sus obras dispersas por siete salas, como siete son los cielos. Cae la tarde y el brillo. Crecen las ganas de quienes ansían volver y la penumbra simula estar al alcance de la mano.

Ya vuelvo a casa. La lluvia nos apremia y hay desbordamiento para algunos. Desde la autopista lo pudimos ver. La calle de barrera, de un lado la humedad normal de un día de lluvia, del otro una familia espera, subidos al techo, mientras sus pertenencias flotan en el turbio y kilométrico lago donde su casa es isla. Vamos a casa. En el reflejo del cristal la chica a mi lado aún parece extranjera.

Ella comparte conmigo sus audífonos, su pan con jamón. Tiene una bella silueta y una sombra sutil, como en la novela de Kawabata la geisha que mira su propio rostro en la ventanilla del tren. La tenue sombra de las obras sutiles, bellas; luz de muerte, suave y sin embargo imperecedera. ¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla? pregunta Lorca en su Oda a Walt Whitman, pero yo no digo nada.

Vamos a la fiesta, me había dicho mi amigo, donde las mujeres son inteligentes y elegantes. Hay una señora, me dijeron en la Juerga, que fue adicta al chamico en la década de los cincuenta y hoy siembra en su casa las especies más peligrosas para mostrar a los jóvenes cuáles no deben probar… Voy a casa. Ya es de noche. Detrás queda un diluvio y el espasmo y el aliento que desprenden los cuerpos en descomposición.

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