Problemas del arte figurativo
Fragmento del libro
MANUAL PARA VIEJOS Y SEÑORITAS
No hubo saludo. Rebeca entró y puse el lienzo enmarcado en la puerta, igual que antes, para que el niño de Rosario no se arrastrara hasta la escalera. Tomé la precaución de poner el lienzo con el paisaje hacia la calle, una medida que al principio tuvo que ver con la curiosidad del crío y luego con la de quienes eran atrapados por el barquito en el muelle que un mal día se me ocurrió pintar, y entonces no miraban hacia la sala. Los pasantes solo podían ver la cara de las dos muchachas a través del espacio no ocupado por mí, mientras yo fingía leer el periódico. Y cuando alguien se acercaba desde la avenida, siempre me tomé el trabajo de alzar un poco las manos, interponía el periódico, para que ella no se acordara del recato y entonces descruzara las piernas. A Rebeca yo le parecía inmune con mis sesenta años… demasiado viejo, y entonces se permitió cruzar las piernas mientras Rosario le pintaba las uñas en el pupitre que un par de meses atrás yo recogí de la basura, para remendarlo y que ella pudiera ganarse un sueldo medio decente. El negocio fue bien desde el principio, no había competencia en el barrio y hay mujeres que necesitan arreglarse las uñas con una constancia atendible, incluso algunos jóvenes, con un desenfado que nunca voy a comprender.
Rebeca vino a vivir con su abuela tras el último ciclón, a esta cuadra cerrada en su extremo por los talleres del ferrocarril, desprovista de otro interés que no sea el banco de películas del enfermero de la penúltima casa y ahora Rosario, que arregla uñas cuando no tiene otra cosa que hacer. La conocí porque Rosario se dedicó, antes de tener pupitre, al oficio de manicura a domicilio, y la muchacha casi todas las semanas venía a hacer una cita, la conocía también de verla pasar en las madrugadas: yo sufriendo el insomnio del alcohol, buscando con disimulo alguna colilla respetable y abandonada en la acera, ella, silenciosa, el breve gesto de saludarme: un “qué hay” que yo decía bajito y ninguna respuesta. Sin embargo, dice mucho de una mujer el acto de deambular sola en la madrugada, así opino, pero también que es hacer una tormenta en un vaso de agua estar juzgando a los jóvenes con leyes viejas.
La vez que vino a arreglarse las uñas y yo puse la talanquera para el niño y ella cruzó las piernas como si yo no existiera, noté que la embargaba una desazón, y era por mi presencia, como si yo supiera el secreto mejor guardado de su vida… Los jóvenes son así, hacen de una nimiedad, como la putería en este caso, un problema capital sin darse cuenta de que son parte del avatar femenino más esteriotipado. Yo, sin embargo, porque soy yo y cada día más mi circunstancia, al verla girar una fosforera entre los dedos ya pintados de la derecha, comprendí que ella fumaba, y que bien pude haberle pedido un cigarro para menguar el insomnio en cualquiera de las noches que la vi.
¿Y cómo se llama? –preguntó Rosario, mi sobrina nieta. Era una pregunta extraña, salida del cuchicheo en un tono que hacía dudar si el destinatario era ella o yo. Como si Rosario quisiera involucrarme en la conversación. Rebeca tardó un instante en comprender que la pregunta iba con ella, dejó de mover la fosforera y contestó, pero era extraño, nadie pregunta el nombre de los extranjeros, como si todos estuvieran marcados mucho más que en la individualidad, por el carácter genérico de pertenecer al colectivo de los no cubanos.
Se llama Hans –dijo, y me miró no sé por qué: yo siempre la había visto regresar sola.
Sacudí el periódico, busqué la página deportiva. Un gesto de autodefensa pero Rebeca parecía no sospechar que yo le miraba las piernas.
Tío, Rebeca tiene un novio extranjero –dijo Rosario y lanzó a la basura el algodón impregnado de acetona que rebotó en el borde del cubo y cayó cerca de mis pies.
Rosario… –Rebeca inició una especie de regaño.
Si de todas formas todo el mundo se va a enterar.
No, y él primero que todo el mundo -Rebeca sonrió-. Lázaro, a mí me parece que usted no duerme.
El olor a acetona se confundió con el perfume que usaba Rebeca. Yo mejoré la posición de mis dedos dentro de la chancleta pero no me levanté, solo hice un movimiento, un deslizar del pie derecho para apartar al niño que ya se arrastraba curioso hacia el algodón.
Hans Christian Andersen –murmuré en lo que a mí me pareció un acto reflejo, y a ellas un comentario amable, no digno de atención salvo en el gesto de asentir que tuvo Rebeca. Sin embargo, al tiempo comprendió que no debe desecharse nada que tenga que ver con la persona amada, en especial cuando uno nunca ha amado a un sujeto de tales dimensiones, como suponía yo que debe ser un tipo con ese nombre, o tal vez de otra dimensión, como son para Rebeca, y hasta para Rosario, los hombres que vienen de lejos.
¿Cómo? –preguntó al fin.
Tu novio, ¿es danés?
Creo que sí.
Pero Rebeca tenía las piernas cruzadas, y para espiar, yo lo sabía, era necesario que el espiado no sospechara nada, así que fingí leer el periódico mientras ellas volvían al cuchicheo. De vez en cuando una risa relacionada con los temas picantes y Rebeca se sentía obligada a mirarme para constatar si había escuchado o no. Yo no me daba por enterado. Y bueno, debe ser así que pensaba Rebeca, con sesenta años a los hombres ya no le interesan estas cosas… para qué, o son como el niño de Rosario, que se arrastra y se caga sin importarle nada.
Me da pena –dijo Rebeca.
No comas mierda –respondió Rosario.
Tiene casi la misma edad que tu abuelo –y me señaló con un gesto de la cabeza-. Claro que parece más joven.
No es mi abuelo –me defendió Rosario para luego echarme por tierra-. >Él no tiene hijos.
¿Y no se ha casado nunca?
La conversación parecía resolverse en otra dimensión, iba cambiando de tono como si ya no les importara ser escuchadas.
Se ha casado como tres veces… la última con la botella.
Eso me recordó algo, me puse de pie, el niño me tocó los dedos y se babeó: ¿Puedes prestarme la fosforera? Ella miró su derecha como si darle vueltas a la fosforera tuviera que ver con lo involuntario, o más bien parecía el gesto de una mujer que recién traba el vicio y todavía no se percata de que es propietaria de una fosforera
Era una Zippo antigua, de mecha, con la llama impoluta del combustible apropiado. Cuando encendí, recuerdo la sensación, ese calorcillo que transmite el metal dorado de la caja al cerrarse, acción que hice recordando un par de películas norteamericanas. Solté la primera humarada abriendo apenas la boca, en una lenta expiración, de pie, en el lugar que mejor se veía la blusa relajada de Rebeca. Pero era una posición poco estratégica y yo tenía algo que hacer. Era sencillo, ir al cuarto, abrir mi escaparate, correr los pantalones acomodados en los percheros, agarrar la botella y darme un trago… Mi medicina, mi biografía, pero esta vez con ganas de obviar el instante del disfrute mientras permanezco en cuclillas porque quería volver a la sala para reencontrar las piernas de Rebeca. Yo no sé si hacía bien o mal, pero me era inevitable. Sin embargo, en el momento de volver sentí el regaño de Rosario al niño mientras alguien corría el lienzo para salir. Luego el sonido peculiar de los pomitos de pintura, Rosario que recogía sus cosas. Maldije mi vicio, pero me había quedado con la fosforera y eso me iba a permitir apropiarme unas cuantas veces más del calorcillo discreto, ese gesto de la termodinámica, que es como una palabra cariñosa de la Zippo, aún mejor porque las modernas no dicen nada.
Hans la trajo en taxi un par de veces. Después de varias madrugadas Rebeca apareció sola en la avenida, traía una bolsa plástica que marcaba las aristas de una botella.
Hola –me dijo y se detuvo con el cuerpo enfilado hacia su casa, como si tuviera dudas de con cuál pie seguir para entrar con el derecho al portal. Allá, quizá su abuela no la esperaba y era necesario el sigilo para evitar el sobresalto.
Dile a Rosario que tengo el uno para mañana -me extendió la mano libre para ahorrarse la explicación-. Tengo estas uñas del carajo –dijo.
¿Vas a venir mañana? -tenía un vestido de un color entre amarillo y blanco, como la mantequilla mal lavada, y unos tacones de un color semejante. De nuevo intentó seguir, de hecho se alejó unos pasos antes de volver y decirme lo que yo le había pedido a los santos cien veces en cuestiones de segundo.
Quieres un trago -no le contesté ni ella esperó la respuesta, hizo sonar la bolsa plástica y me alcanzó una botella de coñac.
¿De dónde lo sacaste?
Hans se fue por la tarde pero me llevé la botella, no por la bebida. La quiero para ponerla con otras que tiene Nieves en el armario. ¿Te gusta? –me preguntó.
¿Quieres un poco? –corté el ademán de beber.
A mí lo que me gusta es la cerveza.
La cerveza está bien para las mujeres -me di otro trago y ella no protestó-. ¿Y qué pasó con Hans Christian Andersen? ¿Va a volver?-. Traté de demorarla, de que no me separara de la botella. Ella miró la malla que prohibía el acceso a los talleres.
Supongo –dijo.
Si yo fuera él no me hubiera ido nunca -Rebeca sonrió. Yo no me di cuenta pero ella se había aproximado.
No tenía ganas de irse, pero ya llevaba dos días fuera del trabajo y allá no es como aquí –dijo.
Allá hay que trabajar –dije y bebí. A ella parecía no molestarle, así que esta vez el gesto fue más pronunciado.
Rebeca se sentó a mi lado en la escalera. Dijo algo sobre lo difícil que era despertar a su abuela a esta hora y se quedó callada por un rato. El frío arreciaba poco a poco y bajo la piel de sus brazos se veían pequeñas venas azuladas. Tenía los muslos rosados del incipiente sol que alguna playa podía ofrecer en esos días y los apretaba por el frío.
Tómate un trago para que se te quite el frío –dije con indulgencia. Ella me miró sorprendida y agarró la botella. Bebió e hizo una de las muecas más hermosas que he visto en mi vida.
Gracias –me dijo.
¿Gracias por qué? La botella es tuya.
Verdad –dijo y se rió. Se pasó las manos por los muslos y carraspeó-. >¿Tienes un cigarro?
Sí, y tu fosforera también.
¿Qué fosforera?
Saqué la Zippo del bolsillo y ella la miró sin dejar de frotarse los muslos. Le di un cigarro y le acerqué fuego. La llama tenía el color de su vestido, sus ojos, contaminados por la proximidad de la luz, brillaron por un instante, luego volvieron a ser negros mientras ella miraba los míos.
Esa es la fosforera de Hans.
Se te quedó el día que viniste a arreglarte las uñas.
Lo sé, pero quédese con ella. Yo no tengo vicio.
Sí, hay personas que pueden hacer eso –dije.
Y Hans tampoco fuma.
¿Tampoco?
No -ella hizo énfasis con la cabeza-. Aunque se molestó cuando se dio cuenta que había perdido la fosforera. Yo sabía que estaba acá, pero no le dije nada por miedo a que se molestara más-. Rebeca chupó el cigarro y tosió un poco-. Está haciendo frío –comentó.
¿Hans habla español?
Un poco.
Sí, supongo que con un poco basta.
Usted que tiene casi la misma edad que Hans, usted puede entender que yo esté enamorada de él.
Sí –mentí.
Es que él sabe tanto, y es tan tierno… Sabe tanto de países y de cómo son las cosas aquí y allá.
Yo también he viajado –dije sin saber por qué. Rebeca me miró.
No lo sabía –dijo alucinada- ¿A qué país?
Bueno, estuve en África.
¿Sí? ¿En qué parte?
Angola -sabía que mis palabras la iban a decepcionar. Cuando se dice Angola en Cuba es como si se hablara de un lugar limpio del exotismo atribuido al continente negro. Ella calló, por un momento.
A mi papá lo mataron en Angola –dijo, y volvió a beber. De repente estábamos a mano y la botella comenzaba a bajar.
Aquello fue del carajo para algunos, otros no tuvieron tantos problemas…
¿No has estado en otro país? –preguntó de repente.
Una vez casi voy a Trinidad… ¿Sabes, la isla?
Sí –dijo-. Hans también estuvo allí -las palabras le salieron en medio de un bostezo que no pudo evitar.
¿Tienes sueño?
Sí. Va a ser del carajo despertar a Nieves -comenzó a alzar la botella pero no bebió. >Cortó el gesto y la puso entre nosotros.
De todas formas creo que conocer a Hans ha valido todas estas noches de mal dormir.
Sí –dijo-, lo voy a extrañar-. Recordé que tenía un pañuelo en el bolsillo del pantalón y lo dejé caer sobre sus muslos. Ella lo miró sorprendida, le hizo un doblez y trazó una línea horizontal, rápida sobre sus ojos.
Verás que el tipo vuelve, está loco si no lo hace.
Dicen que ahora lo que tengo que hacer es buscarme un tipo de mi edad.
Entiendo –dije-, lo que pasa es que la gente piensa que de alguna manera estás contaminada porque te acostaste con un viejo.
En ningún momento sentí asco, que fue lo que me advirtieron...
Te entiendo -Rebeca se mantuvo callada por un rato, pensé que se había dormido, pero de repente comenzó a moverse, como si cayera, hasta quedar con la cabeza apoyada a mis muslos.
No te duermas –le dije- yo no tengo fuerzas para cargarte.
Sentí algo parecido al estertor de la risa y le acaricié el pelo. Dijo que yo me parecía a Hans y comprendí que estaba medio borracha y la frase la había dicho después de vencer una timidez extraordinaria. Quise imaginar que todo el tiempo ella había estado tratando de decir aquellas últimas palabras.
Al ella deslizarse mi mano había quedado cerca de su vientre, así que no tuve que hacer mucho esfuerzo para alcanzar la botella. Bebí para lo que acaso a los sesenta era mi mayor proeza, bebí, el trago digno de un cosaco y me quité el abrigo para cubrirle la espalda.
Hans se había llevado una foto de ella y varias veces manejó la posibilidad de enseñársela a su compañero de viaje en el avión. Sin embargo, optó por no conversar, en definitiva el otro se mostró poco interesado en él. Cuando llegaron a Copenhague el frente frío estaba en su apogeo, a duras penas pudo sacar el carro y seguir la autopista a Hillerod. Solo llenar el tanque del Volvo y tragarse la carretera, a pesar de la nevada, para no perder otro día de trabajo. Le había dejado su celular a Rebeca, así que llamó a su esposa desde la gasolinera, quince minutos para hacer un inventario de los regalos que llevaba para sus tres hijos y dos nietos. Un tiempo para mirar las advertencias sobre el tráfico que transmitían en el noticiero, tomarse un trago de coñac de la botella recién comprada y abandonar la calefacción de la cafetería.
En el kilómetro cuarenta y tres el auto resbaló como si en vez de nieve cayeran cáscaras de plátano sobre la autopista. Al otro día en las noticias alguien iba a volver con la vieja advertencia sobre el reflejo pernicioso de la nieve y la precaución de no acelerar en las curvas.
Lo cierto es que el Volvo se despeñó hasta chocar con un pino. Hans logró salir a duras penas con una pierna rota y una magulladura en la frente. A pesar de la sangre caliente, quizá agradable por un momento, vio a lo lejos las luces de un poblado y el remate irregular, sinuoso como un electrocardiograma, de los arbustos en la línea del horizonte. Entonces volvió al auto que, a pesar de estar atascado contra el pino, continuó funcionando por un par de horas. Un milagro que nadie le hubiera creído en la fábrica de ensamblaje donde trabajaba. Allí comprendió que haber viajado a Cuba lo había dejado poco preparado para afrontar la ventisca, que tenía gasolina y leña suficiente a su alrededor para calentarse y solo le faltaba una fosforera. Entonces supo que iba a morir de frío como los vagabundos que no consiguen refugio. No pudo hacer otra cosa que maldecir y beber coñac, la pierna le dolía demasiado para intentar el regreso a la carretera, y Rebeca, la pobre, no lo iba a ver al año siguiente como le había prometido.
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