El jardín de las delicias

Fragmento del libro


El jardín de las delicias
El jardín de las delicias
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Hannif tenía siete años cuando lo llevaron a circuncidar. Ocho meses después de haberlo conocido y mientras bordeábamos en bicicleta el lago Schildmeer, me contó que le había orinado la cara al sacerdote en el momento de cercenarle el prepucio; entonces el dolor fue doble porque lo castigaron. Me lo contó como una de sus mayores vergüenzas y así era de simple todo en su vida, causa y efecto, muchas veces el efecto era sólo el comienzo de un desenlace peor. Poco menos de un año antes de que me hablara de su fiel prepucio un avión me dejó en Sheremetyevo y, mientras aguardaba otro para hacer trasbordo hacia Holanda, el sonido de los móviles, esa canción de El jardín de las delicias, me trajo el recuerdo de mi viaje anterior a Europa, cuando yo era un joven académico de éxito, alucinado. El sentimiento resultante de esa melodía totalmente insulsa, no sé cómo describirlo y a la vez, en condiciones propicias, puedo escucharlo hoy, como si el teléfono de mi viaje anterior me trajera buenas nuevas mientras me bebo una copa en cualquier terraza tocada por los ruidillos del Sena. Es como la canción entre dos amantes que viven de pequeños fetiches. Unos meses antes que Hannif me contara sobre su prepucio yo era poco menos que un hombre escapando hacia el Este. El sonido de El jardín de las delicias es la primera de las dos verdades contenidas en esta novela. Más...


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