El fin de la verdad

Fragmento del libro


El fin de la verdad
El fin de la verdad
Alejandro Cernuda Ver en Amazon


La madrugada breve


Hoy estás borracha de verdad y te vuelves retórica, drástica. Sabes que no me gusta pero insistes con fervor en todo eso que llamas libertad. Quizá ya no seamos tan buenos amigos, explícitos como antes que crecieras dentro de ese cuerpecito escuálido. Los años en que me creías un genio, te ponías celosa y llorabas cada uno de mis poemas porque no comprendías lo impersonal que puede ser la literatura, que escribir a veces lleva menos que vender carne. Ya, ahora lo sabes y comienzas a ser también una lectora en tercera persona, coleccionas en la memoria los trozos más musicales o filosóficos, y piensas, y dices: nothing personal. Y lo repites en este momento con los labios húmedos de cerveza y los pies colgando con tus zapatos en la punta de los dedos como si el muro del malecón te separara de ese algo terrenal que aborreces sin haber vivido. Eres la misma Sofía de pelo rubio, y a la vez distinta, no digo a otros tiempos sino a la que hace un rato me rozaba con las piernas. Has cambiado en par de horas. Ya no entornas los ojos ni miras de soslayo, te alisas el pelo a dos manos y nada más te interesa el mar en paz y el ruido de las latas en el saco que arrastra un viejo.

Ni se te ocurra –dices-. Dale las latas pero no le hables.

¿Te alarmas, verdad? Me adviertes que deje de mirar al viejo, sabes que tengo mis manías, que soy amistoso cuando bebo. Y los distintos nocturnos: recogelatas, pajeros, travestis, se hacen los que se hacen mis amigos. Yo no estoy borracho pero me tienes, sabes que todavía no hay alcohol en mí para mandarte al carajo y a la vez, está truncada mi capacidad de predecir el futuro.

Entonces me dices que quieres ver a Orlando, silbas sin mirarme esas palabritas, como un comentario intrascendente y después: Llévame, por favor. Con una mirada y un parpadeo. A mí me parece que es muy tarde para visitas y te recuerdo que Grettel puede volver: Si no vas conmigo, voy sola. Y no te das cuenta que tú quieres ir a ver a Orlando y yo quiero esperar a Grettel, pero vamos y no sé por qué, quizá la bondad de un taxi fácil parqueado a unos metros o porque son pocos los momentos de ser digno contigo, o estas ganas de admirarte, de decir: Si yo tuviera tu valor, Grettel sabría más de mis miradas, y yo no confundiría el azul con el verde de sus ojos, o no fuera por gusto la atención que pongo a cada una de sus palabras… Con tu valor, nené, iría directo al grano, sin pensar en ti. Porque, ¿sabes?, a veces me atrevo a no pensar en ti, es un buen ejercicio para cuando llegan estas cosas, como ahora, que quieres irlo a ver y crees que ser tu amigo me obliga a olvidarme del sexo profetizado entre nosotros, a consentir que eres puta y estás viva, aunque te molestes cuando no nos damos cuenta; y yo sonría esas veces que Grettel te critica por hablar de otros hombres frente a mí, o tratarme a trancos y me haga el desentendido o diga déjala, porque ya estoy acostumbrado a que tras tus ofensas llegue su voz conciliadora, hecha de una sintaxis íntima, casi preventiva del daño que intentas causarme. No somos iguales y ese es un buen argumento, tú quieres ir y sabes que me tienes. Yo no quiero que vayas pero necesito perderte; ahí la diferencia, tú no precisas deshacerte de mí para seguir adelante y yo no quiero traicionarte.

Vamos. El viejo camina hacia nuestro sitio. Hay dos latas de cerveza, pero antes de recogerlas sigue con la mirada el avance del taxi. Explicas la trayectoria con tu voz enrevesada, se acaba el malecón y no escuchas que trato de justificarme porque (a lo mejor los tragos) me creo con valor para enamorarla mañana: Es lejos, dices una y otra vez, aun cuando el taxi frena tras los edificios: Yo pago, murmuro, y también que te espero hasta que sea. Y me siento en el banco frente a su escalera, y no pienso en ti, no importas porque es como si te hubiera pedido permiso para pensar en Grettel. Además hay mosquitos, un poco de frío y la gente que pasa y me mira. No me acuesto aunque tengo sueño, me da vergüenza, y estar sentado con cara responsable es un poco responderles que estoy haciendo algo formal. Estás allá arriba, tras las celosías, en el balcón del segundo piso. Te oigo reír y conversar animada mientras yo la invento conmigo, aunque sé que mi generador de utopías, cada vez más ineficiente, no se atreverá a desnudarla. Ya ves, nené, como Alejandro cuando estaba enamorado de ella y nos contó que tampoco pudo hacerlo. Con Grettel no puedo pasar del protocolo, un encuentro, una mirada, quizá un beso, un amago de amor como el pensamiento de Alejandro y sin embargo, no defino amor. Pero no quiero que bajes, quédate un poco, otros quince minutos después de la media hora que ya llevo aquí, para ver si la imagino entre las adelfas del parque con su vestido rojo, el mismo de la noche en el teatro.

Son las dos de la madrugada cuando escucho ruidos de cualquiera, unos pasos cortos que vienen de la calle. Grettel se acerca por el camino entre los edificios y atraviesa el parque por donde nadie ha cruzado después de nosotros. A lo mejor no lo has notado, ella está resfriada desde que el martes nos sorprendió la lluvia y se quedó bailando un rato antes de llegar al portal donde tú y yo nos refugiamos. Se suena la nariz, y ese ruido y sus pasos cortos ya no son ruidos de cualquiera. Al principio no me reconoce, pero hay una breve ojeada y un estremecimiento cuando pasa de no saber a fingir no conocerme. ¿Qué haces aquí? nos preguntamos, y entonces te reíste tras las celosías con tu risa espasmódica de chiste nuevo, casi en el mismo momento ella se sentó a mi lado y hubo un silencio bueno para no mentir, porque yo no soy como tú, no podría decir que estoy aquí por ella y Grettel no quiere intrusos en sus misterios. Murmuro un nada y ella dice de un sin sueño, un libro que recoger y cambia la conversación, mira de vez en cuando al balcón y después a mí, como si sus ojos rebotaran en los míos antes de pestañear y fingir una sonrisa diferente a tus carcajadas. Tú repites la risa como si fuera el mismo chiste, que ya has olvidado, y yo comento al vuelo lo bien que le quedaba anteayer el vestido rojo en el teatro. Ella se sopla la nariz y no me escucha, tu voz a través de las celosías necesita público, y entonces yo juego un rato a pensar que vino por mí, hasta que falsear la realidad es inútil y reconozco que ella también está aquí por él. Porque ustedes tres son amigos desde hace años y eso justifica los concilios, los secretos.

Tienes un pie en el camino de las hormigas -dice Grettel después de mirar un rato la acera. Me fijo en la hilera de insectos que sale del jardín y tratan de subir a mi zapato.

Sí.

Pero no cruces los pies así, pareces gay –se ríe.

¿Los subo en el banco?

Eres tan cómico.

Alejandro es cómico, yo no.

Sí, si escribiera como habla…

¿Tú has leído algo de él?

No, pero ella –señala al balcón donde ríes-, ella dice que sus tramas se subdesarrollan.

Ella tiene envidia, el pobre guajiro hace lo que puede.

No creo.

¿Tampoco te gustan mis poemas?

Tampoco, pero a ella sí.

Pero he escrito algunos para ti.

Ves, debes ser cómico porque eres tan mentiroso como Alejandro.

Hay ruido de sillas, ¿Bajas o te vas a la cama con Orlando? Grettel y yo miramos al balcón, te conocemos tanto que seguro nos preguntamos lo mismo. Está oscuro tras las celosías, tú hablas indiferente sobre la escena de alguna película que nadie más vio, o él también porque dice: Sí, sí. Pareces complacida y dices: Bueno, como si ya fueras a bajar. Alguien pasa por el parque, quizá piense que Grettel es mi novia y la idea me parece una premonición. Siento que es el momento de decirle algo, un comentario seductor, una parábola, una invitación para cuando despierte por la tarde. El testigo del parque tose, es el viejo con el saco de latas al hombro, nos mira y sonríe como si me reconociera, mira al banco, a la acera, no ve latas pero sigue sonriendo con sus pocos dientes. ¿Cómo puede vivir tan lejos del malecón? o quizá es lejos nada más para ti que necesitas los kilómetros para que tu locura sea mayor… ¿Ya vas a bajar? Grettel y yo sentimos abrir la puerta. Sigues conversando. Estás animada, feliz y yo aún no enamoro, no digo, ni siquiera pienso y se me va el tiempo antes que aparezcas o pase de largo el viejo con su sonrisa cómplice y se olvide que el tipo que a veces se muestra amable con él, sea el novio de una Grettel que no conoce y no sabe que me es inaccesible y lo será hasta que no logre soñarla desnuda.

¿Quieres ser mi novia? – le digo, cursi, para que suene a chiste. Bajito, para que se hunda entre tus palabras que son altas porque nunca tienes miedo.

Sí –dice ella-. Creo que eso fue lo que preguntó Orlando. Y se pone un poco triste y se va antes de que bajes.

Llegas, estás sobria. Caminas en silencio hasta que se acaba el parque. Vas apurada porque tienes miedo a que Orlando se asome entre las celosías y te vea conmigo. ¿A qué vine?, me pregunto mientras pasamos entre los edificios para buscar una calle recta y sin pendientes hasta el Prado. Sin embargo vas en dirección a mi casa, lo sé porque doblas por la calle 33, antes de llegar al semáforo. Estás eufórica y comienzas a contarme palabra por palabra: Qué lindo es… Tu taconeo se disuelve con las piedras del callejón para cortar camino por detrás de la bodega: Al final me besó, dices con sonrisa pícara, y yo pienso que fuiste tú quien lo besaste, o que no es relevante si coincidieron en el beso. En fin, que no me importa. Tú sigues hablando y te apoyas en mi hombro para subir a la acera alta.

¿No preguntó por Grettel?

No, pero él se lo cuenta todo mañana, y ella me lo cuenta a mí.

Sigues con tu mano sobre mi hombro casi hasta llegar a mi casa, entonces te quedas al borde del primer escalón hasta que abro la puerta. Me besas antes de entrar, y por un segundo estoy contento de que hayas sido tú la que empiece. Sigilosos, mientras te desnudo, cruzamos cerca del colchón tirado en la sala, donde Alejandro duerme y no le importa nada más.