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El edén bajo la tierra

Por Alejandro Cernuda Categoría Ficción”, Suplemento

Fragmento de La Eva Futura. Obra de Auguste Villiers de l’Isle-Adam.

FACILIS DESCENSUS AVERNI

Mefistófeles: ¡Sube o baja; es lo mismo!

GOETHE. EL SEGUNDO FAUSTO

Ambos atravesaron el luminoso umbral.

-Agarraos a este anillo de metal -dijo Edison.

Lord Ewald obedeció.

El inventor empuñó el mango de una pieza de hierro, imprimiéndole una sacudida violenta. El piso de mármol cedió bajo sus pies. Se le sentía deslizarse, engastado en los paralelogramos de sus cuatro armaduras de acero. Era la misma piedra sepulcral que había traído a Hadaly en su ascensión.

Así bajaron durante unos momentos; la luz de arriba se empequeñecía poco a poco. Debía ser muy profunda la excavación.

  • ¡Sorprendente manera de ir en pos del Ideal! -pensaba lord Ewald, de pie, cerca de su taciturno acompañante.

El solio seguía hundiéndose en la tierra.

Pronto quedaron en la más negra oscuridad, en medio de opacas y húmedas tinieblas y emanaciones tenebrosas. El aliento se helaba. El mármol móvil no se detenía. La luz del laboratorio no parecía ya más que una estrella. Debían quedar muy lejos de aquel último fulgor de la humanidad. La estrella desapareció. Lord Ewald se sintió en un abismo.

A pesar de ello, se abstuvo de romper el silencio que guardaba, a su lado, el ingeniero.

Se aceleraba la rapidez del descenso. Parecía que el piso del aparato se hurtaba a sostenerlos. Atravesaban las sombras con un ruido monótono.

Lord Ewald, de pronto, tuvo que prestar atención. Empezaba a oír una voz melodiosa mezclada con cantos y risas.

Sintió que la marcha se iba retardando. Luego un leve choque.

Ante los dos viajeros un cancel giró silenciosamente como si un «Ábrete Sésamo» le moviera en sus goznes encantados. En el aire flotaba un olor de rosas de kif y de ámbar.

El joven se encontró ante un espacio subterráneo como aquellos que puso el capricho de los califas debajo de los alcázares de Bagdad.

  • Entrad, querido lord, estáis presentado.

ENCANTAMIENTO

El aire es tan suave que impide morir.

FLAUBERT. SALAMBÓ

Lord Ewald avanzó pisando las pieles leonadas que cubrían el suelo y se paró a contemplar la desconocida mansión. Estaba ésta alumbrada en todo su extenso

círculo por una luz azul pálida.

Unas enormes y distantes pilastras sostenían la bóveda de basalto formando dos galerías a derecha e izquierda hasta el hemiciclo de la sala. En su decorado se remozaba el gusto sirio. Los fustes parecían gavillas gruesas y prometedoras, enlazadas por alboholes de plata en azulados fondos. Desde el centro de la bóveda,

en el extremo de una antena de oro, lucía una lámpara potente, un astro cuyo fulgor eléctrico se amortiguaba con un globo cerúleo. Aquella bóveda cóncava, de altura prodigiosa, estaba pintada de negro y coronaba con una espesa y tenebrosa oscuridad el resplandor de la artificial estrella fija; era la imagen del Cielo, tal y como aparece fuera de toda atmósfera planetaria: negra y sombría.

Frente a la puerta, el fondo del salón formaba un medio punto adornado de fastuosos y floridos arriates; la caricia de un imaginario céfiro hacía ondular millares de rosas de Oriente, bejucos, flores de las islas, con los pétalos ungidos de un rocío de perfumes y las hojas engastadas en leves telas. Deslumbraba el prestigio de aquel Niágara de los colores. Bandadas de aves de las Floridas y del sur de la Unión acariciaban aquella flora artificial, tendiendo el vuelo desde las cornisas de los muros circulares hasta una fontana de alabastro en que un esbelto surtidor se deshacía en agua-nieve sobre los macizos.

Desde la puerta hasta el lugar en que empezaban los declives floridos, los muros de basalto estaban cubiertos de arriba a abajo de cuero de Córdoba con dibujos de oro.

Cerca de un pilar, Hadaly, de pie, oculta por su velo, permanecía reclinada en un piano negro, cuyas bujías estaban ardiendo.

Dirigió a lord Ewald un ligero saludo, lleno de gracia juvenil.

En uno de sus hombros, un ave del Paraíso perfectamente imitada agitaba su cresta de piedras preciosas. Con una voz de paje, el ave parecía hablar con Hadaly en un idioma desconocido.

Bajó la lámpara de plata, una gran mesa de duro pórfido se bebía la luz de aquélla. En uno de sus extremos había un cojín de seda semejante al que, allá arriba, soportaba el brazo maravilloso. Un estuche abierto dejaba ver unos instrumentos de cristal sobre una cercana mesa de marfil.

En: un rincón, un brasero de llama artificial daba calor a la estancia y reproducía sus luces en los espejos de plata.

No había más muebles que un diván de raso negro, un velador entre dos sillones, en la pared, a la altura de la lámpara, un gran marco de ébano ; tenso en él, un lienzo blanco, y, encima, una rosa de oro.

EL CANTO DE LAS A VES

Ni el canto de los pájaros matinales, ni la noche con su ave solemne ...

MILTON. EL PARAÍSO PERDIDO

En el parterre florido y en escarpa, una multitud de pájaros, meciéndose en las corolas, remedaban la vida burlonamente, unos afilando su pico y acicalándose la pluma; otros, cambiando el gorjeo por risas humanas.

En cuanto lord Ewald avanzó algunos pasos, todas las aves volvieron hacia él sus cabezas, le miraron, primero en sigilo, luego rompieron a reír con variedad de timbres, tanto viriles como femeninos. Hubo un momento en que se creyó en presencia de una asamblea humana.

Ante la inesperada acogida, lord Ewald se paró para considerar el espectáculo.

  • Sin duda, Edison ha embrujado bajo la forma de estos pájaros a toda una cáfila de demonios -pensó. El electricista quedó atrás, en la desembocadura negra del túnel. Sin duda era para afianzar los frenos de su ascensor fantástico.
  • Milord, os saludan con una serenata. Si yo hubiera previsto lo que había de acontecer, esta noche, os hubiera dispensado de este irrisorio concierto interrumpiendo la corriente que anima a estos volátiles. Los pájaros de Hadaly son condensadores con alas. Me he creído obligado a sustituir el canto pasado de moda e insignificante del ave normal por la palabra y las risas humanas. Me ha parecido más conforme con el espíritu del progreso. ¡Los pájaros de verdad dicen tan torpemente lo que se les enseña! Me ha gustado aprehender con el fonógrafo algunas frases admirativas o curiosas de mis visitantes y transmitírselas luego a estos pájaros por medio de la electricidad. Hadaly les hará callar pronto. No les concedáis atención mientras sujeto el ascensor. Sería poco agradable que nos jugara la mala partida de subir sin nosotros a la superficie de la Tierra.

Lord Ewald contemplaba el androide.

La tranquila respiración de Hadaly levantaba la argéntea palidez de su seno. El piano empezó a preludiar solo en ricas armonías; las teclas se movían como oprimidas por dedos invisibles.

Siguiendo la música, el androide empezó a cantar, bajo su velo, con inflexiones de sobrenatural y femenina dulzura:

Mancebo que vas sin pena,

en mi umbral llora su angustia

la Esperanza. Me entristece

el Amor que me condena.

¡Huye. El alma languidece

igual que una rosa mustia.

Lord Ewald, ante lo inesperado de la audición quedó preso de una terrible sorpresa.

Entonces en las escarpas floridas, se inició una greguería sabática e infernal, absurda en tal grado que producía el vértigo.

De las gargantas de las aves salían desagradables voces de visitantes anónimos, gritos de admiración, preguntas comunes e impertinentes, estruendo de aplausos, rumor de pañuelos agitados y ofertas de dinero.

Hadaly hizo una señal. Al instante cesó aquella reproducción de la gloria.

Lord Ewald, sin decir nada, volvió a clavar los ojos en el androide.

De pronto, se oyó en la sombra la voz pura de un ruiseñor. Todas las aves callaron, como callan las del bosque cuando trina el príncipe de la noche. Aquello parecía cosa de encantamiento. ¿Cómo podía cantar el ave frenética bajo la tierra? Sin duda, el gran velo negro de Hadaly le recordaba la noche, y la lámpara, la luna.

El fluir de la deliciosa melodía se terminó con una lluvia de notas melancólicas. Aquella voz, hija de la naturaleza, que recordaba las selvas, el cielo y la inmensidad, parecía ajena e inadecuada a aquel sitio.

DIOS

Dios es el lugar de los espíritus como el espacio es el lugar de los cuerpos.

MALEBRANCHE

Lord Ewald escuchaba.

  • ¡Qué bien canta, milord Celian! -dijo Hadaly.
  • Sí -respondió lord Ewald, mirando con fijeza la faz indiscernible del androide; es obra de Dios.
  • Entonces, admirarla y no pretendáis inquirir  como se produce.
  • Si así lo intentara, ¿cuál sería el peligro?
  • Dios se retiraría del canto -murmuró Hadaly tranquilamente.

Edison volvió y dijo:

  • Quitémonos las pieles. Esta temperatura es regular y deliciosa. Estarnos en el Paraíso perdido y encontrado.

Los dos viajeros se despojaron de las pesadas pieles de oso.

El electricista, con el tono de sospecha de un Don Bartolo que sorprende a su pupila dialogando con un alma viva, observó:

  • Ya os encuentro entretenido en coloquio expansivo. Haced cuenta de que no estoy aquí. Continuad.
  • ¡Singular ha sido la idea de regalar semejante ruiseñor a un androide!
  • ¿Ese ruiseñor? … ¡Ja, ja! Es que soy un amante de la Naturaleza. Me gustaban mucho los gorjeos de ese avecilla: su muerte, ocurrida hace dos meses, me ha causado profunda tristeza.
  • ¡Cómo! ¿Este ruiseñor que canta ha muerto hace dos meses?
  • Sí; he imprimido su último canto. El fonógrafo que le reproduce está a veinticinco leguas de aquí, en mi casa de Broadway, en Nueva York. Le he puesto en comunicación con un teléfono cuyos hilos pasan por encima de mi laboratorio. Una derivación llega hasta estas fosas, termina en estas guirnaldas y se remata con esta flor.

Mirad, quien canta es ella; podéis tocarla. Su mismo tallo la aísla. Es un tubo de vidrio templado; el cáliz, donde apunta un tenue fulgor, es un condensador disimulado, una orquídea artificial, pero muy bien imitada y más brillantes que cuantas perfuman los rocíos rutilantes de la aurora en las mesetas del Brasil y del Alto Perú.

Al decir esto, Edison encendía un cigarrillo en el corazón de fuego de una camelia rosa.

  • Realmente, este ruiseñor, del cual oigo el alma, ¿ha podido morir? -murmuró lord Ewald.
  • Morir, no. No ha muerto del todo puesto que he imprimido y revelado su alma. Le evoco con el concurso de la electricidad. Es espiritismo serio. ¿No es cierto?
  • Como en este punto todo el fluido se convierte en energía térmica, podéis encender vuestro cigarro en la inofensiva ignición de los estambres de esta flor olorosa donde canta melodiosamente el alma de esa ave. Encended vuestro habano en el espíritu del ruiseñor!

El electrólogo se apartó para meter diversos botones de cristal numerados y juntos en un bastidor empotrado en la pared.

Lord Ewald permaneció entristecido, desconcertado por la explicación y opreso el corazón por una congoja inexpresable. Sintió que le rozaban el hombro. Al volver el rostro reconoció a Hadaly.

Esta le dijo con voz tan triste que se hacía tremenda:

  • Lo que ha sucedido es que Dios se ha retirado del canto.

ELECTRICIDAD

Hail, holy light Heaven daughter first born!

MILTON. EL PARAÍSO PERDIDO

Miss Hadaly, venimos de la superficie de la Tierra y el viaje nos ha dado alguna sed -dijo Edison inclinándose.

Hadaly se acercó a lord Ewald.

  • Milord -dijo- ¿Queréis cerveza o jerez?

El joven vaciló:

  • Mejor jerez, si queréis.

Se alejó el androide y fue a tomar de un vasar una bandeja donde brillaban tres vasos de Venecia  pintarrajeados de un opalino baño. A su lado puso una botella de vino dorado y una fragante caja de ricos y suculentos cigarros habanos. Dejó la bandeja

en una mesita. Desde muy alto escanció el vino añejo español; luego, tomando en sus enjoyadas manos las dos copas, fue a ofrecerlas a los visitantes.

Acto seguido llenó el tercer vaso, y luego se esquivó con donairoso esguince. Apoyándose en una de las columnas del subterráneo alzó, rígido, un brazo y dijo con melancólico acento:

  • ¡Milord, por vuestros amores!

Fue tan mesurada y exquisita, tan por encima de todo remilgo la grave entonación que dio a su brindis que el caballero, mudo de admiración, apenas pudo fruncir el entrecejo.

Hadaly lanzó gallardamente el vino de su vaso hacia la lámpara astral. El jerez de los caballeros cayó en cernida y rutilante lluvia, como un rocío de oro líquido sobre las pieles leonadas que cubrían el suelo.

  • Yo bebo en espíritu por obra y gracia de la luz.
  • ¿Queréis explicarme, querido brujo, cómo miss Hadaly puede responder a lo que le digo? Me parece imposible que un ser haya previsto mis preguntas hasta el punto de grabar de antemano las contestaciones en unas vibrantes hojas de oro. Semejante fenómeno es suficiente para turbar al hombre «más positivo», como diría una persona de quien hemos hecho mención esta noche.

Edison miró al joven inglés demorando la respuesta. -Permitidme que guarde, por un poco de tiempo, el secreto de Hadaly –contestó.

Lord Ewald inclinase levemente. Rodeado de prodigios, renunciaba a toda extrañeza. Bebió el vaso de jerez y lo dejó en el velador. El puro apagado fue sustituido por uno de los de la caja. Imitando a Edison lo encendió plácidamente en una flor luminosa. Después, como esperaba que alguno de aquellos inquietantes y mecánicos huéspedes le esclareciera algún nuevo aspecto del enigma, se sentó en un taburete de marfil.

Hadaly volvió a reclinarse en el piano negro.

  • ¿Veis aquel cisne? -dijo Edison-. Guarda en sí la voz de la Alboni. He impresionado en Europa la plegaria de Norma»Casta diva» que cantaba la gran artista. ¡Lástima es no haber vivido en tiempos de la Malibran!

Los timbres vibrantes de estos volátiles están tan escrupulosamente montados como los cronómetros de Ginebra. El fluido que corre a través de estos manojos de flores los pone en movimiento. En sus mínimos volúmenes encierran una sonoridad enorme que se multiplica con el micrófono. Este ave del Paraíso podría, con tanta inteligencia como el grupo de cantantes que están prisioneros en él, dar una audición del Fausto de Berlioz, con orquesta, coros, cuartetos, bis, solos, aplausos, llamadas y comentarios vagos e indistintos de la multitud. Para lograr la intensidad de su conjunto bastaría el contacto imperfecto del micrófono.

Se puede gozar de esa audición en viaje, en una habitación de hotel, poniendo el ave en una mesa y el micrófono junto al oído, sin sobresaltar con estruendos a los vecinos. Por ese pico color de rosa llegará a vuestros oídos la confusa greguería de una sala de ópera.

Este pájaro-mosca os recitará el Hamlet de Shakespeare, íntegro y sin ayuda de apuntador, con las inflexiones de los más reputados actores.

Estas aves, entre las que sólo al ruiseñor he dejado su voz auténtica (es el único que tiene derecho a ello), componen el elenco y orquesta de Hadaly. ¿No juzgáis que era un deber para mí rodearla de algunas distracciones ya que vive sola y a unos cuantos centenares de pies bajo tierra? ¿Qué os parece esta pajarera?

Vuestro positivismo empequeñece las fantasías de Las Mil y una Noches.

  • La Electricidad es una Sheherazada milagrosa – respondió Edison – ¡Oh, la electricidad! En la vida social no se sabe lo que se adelanta cada día. Gracias a ella, pronto se acabarán los cañones, los monitores, la dinamita, los ejércitos y las autocracias.
  • Me parece un sueño utópico.
  • Los sueños ya no son sueños.

Después de meditar un instante, el ingeniero añadió:

  • Puesto que así lo deseáis, vamos a examinar concienzudamente el organismo de esta nueva criatura electro-humana, de esta Eva futura que, secundada por la generación artificial, muy en boga en estos últimos tiempos, colmará los anhelos de nuestra especie antes de un siglo. Desechemos, por ahora, todas las cuestiones ajenas a la nuestra. Las digresiones deben volver al punto de partida esencial, como los aros que los niños lanzan delante de sí, pero que merced a ese virtual impulso de retroceso que les imprimen tornan dócilmente a sus manos.
  • Me permitís dirigiros una postrera pregunta? -dijo lord Ewald-. Es un punto que me parece más interesante que el examen.
  • ¿Creéis que lo debemos dilucidar aquí y anteriormente a la experiencia convenida?
  • Sí.
  • Démonos prisa. El tiempo vuela.

Lord Ewald miró con fijeza al ingeniero y le dijo:

Más enigmático que este ser incomparable me parece el motivo que os ha impulsado a crearle. Desearía, ante todo, saber cómo os fue inspirada esa concepción inaudita.

Edison contestó reposadamente:

  • Lo que me preguntáis constituye mi secreto.
  • Yo os he revelado el mío a las primeras solicitudes –arguyó el lord.
  • Tenéis razón. Vuestra curiosidad es muy lógica –exclamó Edison-. La Hadaly exterior no es más que la consecuencia de la Hadaly intelectual que la precedió en mi espíritu. Conociendo el conjunto de reflexiones que la condicionaron, la comprenderéis mejor cuando dentro de unos instantes estudiemos sus abismos.

Se volvió hacia el androide y le suplicó:

  • Querida miss, ¿queréis hacernos la merced de dejarnos a solas un rato? Lo que voy a contar a lord Ewald no puede ser escuchado por una señorita.

Hadaly se retiró, sin contestar, hacia las profundidades del subterráneo, alzando al aire sobre su argentina mano el ave del Paraíso.

  • Sentaos sobre este almohadón, querido lord –dijo el electricista–. El relato durará unos veinte minutos, pero creo que os parecerá interesante.

El joven se sentó junto a la mesa de pórfido.

  • He aquí por qué he creado a Hadaly.

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