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Textos, libros, artículos periodísticos

Edison

Por Alejandro Cernuda Categoría Otros textos”, Suplemento

Fragmento de La Eva Futura. Obra de Auguste Villiers de l’Isle-Adam.

MENLO PARK

Parecía el jardín una bella hembra tendida, que dormitara voluptuosamente, cerrados los párpados a los cielos abiertos. Las praderas del azul celeste se hermanaban en un círculo amojonado por las flores de luz. Los iris y las gemas de rocío pendientes de las hojas cerúleas, eran estrellas  pestañeantes que abrasaban el ámbito nocturno.

GILES FLETCHER

A veinticinco leguas de Nueva-York, en el núcleo de un haz de hilos eléctricos, surge una casa envuelta por meditabundos jardines solitarios. Mira la fachada, la uniformidad del césped, rota por las avenidas enarenadas que llevan a un pabellón aislado. Es el número 1 de Menlo-Park. Allí vive Tomás Alva Edison, el hombre que ha hecho cautivo al eco.

Tiene éste unos cuarenta y dos años. Su fisonomía recordaba, hace poco aún, la de un francés ilustre: Gustavo Doré. Era el rostro del artista traducido en un rostro de sabio. ¡Aptitudes análogas, aplicaciones diferentes! ¿A qué edad se parecieron del todo? Quizás nunca. Las fotografías de ambos, fundidas en el estereoscopio, despiertan la impresión de que ciertas efigies de razas superiores no se realizan más que en cierto cuño de fisonomías perdidas en la Humanidad.

Confrontado con las viejas estampas, el rostro de Edison ofrece la viva reproducción de la siracusana medalla de Arquímedes. A las cinco de una tarde de estos últimos otoños, el maravilloso inventor, el mago del oído, (casi sordo, como un Beethoven de la ciencia, que ha sabido crearse el minúsculo instrumento que, no sólo acaba con la sordera, sino que desnuda y agudiza el sentido auditivo), el gran Edison estaba solo en lo hondo de su laboratorio personal, allí, en el pabellón arrancado del castillo.

Aquella tarde el ingeniero había licenciado a sus cinco acólitos, a sus jefes de taller, obreros fieles, eruditos y hábiles, a quienes paga en príncipe su ayuda y su silencio. Solo, de codos en su sillón americano, el habano en los labios -él, que no es fumador- (el tabaco trueca los proyectos viriles en ensueño), la mirada fija y distraída, las piernas cruzadas y envueltas por la bata legendaria de raso negro y bellotas moradas. parecía abismado en una intensa meditación. A su derecha, un rasgado ventanal, abierto al Poniente, ventilaba el vasto pandemónium, dejando que todo lo invadiera una niebla de oro cárdeno.

Allí se esbozaban, agobiando las mesas entrañas de instrumentos de precisión, engranajes de mecanismos desconocidos, de aparatos eléctricos de telescopios, de reflectores, juntos con los grandes imanes, los matraces tubulares, los frascos preñados de substancias enigmáticas y las pizarras blancas de ecuaciones. Desde el horizonte, el poniente, perforando con sus fulgurantes besos de adiós las lejanías de follaje de las colinas de Nueva Jersey, llenas de abetos y de áceres, iluminaba la estancia con un rayo o una mancha de púrpura. Sangraban entonces, por todas partes, las aristas metálicas, las facetas de los cristales las turgencias de las pilas.

El viento refrescaba. La tormenta había humedecido la hierba del parque y bañado las gruesas y fragantes flores de Asia, abiertas bajo las ventanas, en sus cajas verdes. Las plantas sedientas, colgadas en sus tablas, exhalaban algo así como el recuerdo de su olorosa vida anterior en las selvas. Bajo el influjo sutil de aquella atmósfera, el pensamiento siempre fuerte y vivaz del soñador, se distendía, dejándose seducir insensiblemente por los atractivos de la divagación y del crepúsculo.

II. PHONOGRAPH’S PAPA

«¡Es él … » Dije abriendo los ojos a la oscuridad: «¡Es el hombre de la arena! … «

HOFFMAN. CUENTOS NOCTURNOS

Aunque su cabeza, de sienes plateadas, recuerda al niño eterno, Edison es un caminante de la escuela escéptica. «Yo invento, dice, como el trigo crece.» Frío, recordando sus amargos comienzos, tiene la estimable sonrisa que por su sola aparición dice al prójimo: «Llega a ser: yo ya soy.» Positivo, no estima las teorías especiosas más que encarnadas en el hecho. Humanitario, se enorgullece más de sus trabajos que de su genio. Sagaz, cuando se compara desespera de ser incauto. Por fatuidad legítima, su manía favorita es la de creerse un ignorante.

De ahí proviene su simplicidad en la acogida, su franqueza ruda, a veces de apariencia familiar; velos que ocultan el hilo del pensamiento. El hombre de genio indudable, que tuvo la honra de ser pobre, evalúa con una ojeada a quien le habla. Sabe aquilatar los motivos secretos de la admiración, precisar su probidad y su estirpe y determinar el grado sincero hasta aproximaciones infinitesimales, y todo ello sin la remota sospecha del interlocutor.

Probado su enrevesado sentido común, el gran electricista se toma el derecho de bromear, aún consigo, en sus meditaciones privadas. Como se aguza un cuchillo en la piedra, afila su espíritu científico en los duros sarcasmos que hacen llover chispas sobre sus propios descubrimientos. Finge tirar sobre sus tropas, mas si lo hace es con pólvora y para hacerlas más aguerridas.

Víctima voluntaria de los encantos de la tarde insinuante, Edison saboreaba apaciblemente el humo exquisito de su habano, sin hurtarse a la poesía de la hora y de la soledad, esa adorada soledad que sólo mas si lo hace es con pólvora y para hacerlas más temen los tontos.

Como simple mortal, en su vacación, se abandonaba a toda clase de reflexiones fantásticas y extrañas.

III. LAS LAMENTACIONES DE EDISON

«Toda tristeza es una mengua de sí mismo.»

SPINOZA

Y muy bajito hablaba consigo.

  • ¡Qué tarde llego a la Humanidad! –murmuró- . ¿Por qué no fui de los primogénitos? ¡Cuántas palabras estarían hoy incrustadas en las hojas de mi cilindro, ya que su prodigioso perfeccionamiento permite recoger desde ahora las ondas sonoras a distancia! … Y todas esas palabras estarían hoy registradas con el tono, el timbre, el acento y los vicios de pronunciación de sus enunciadores.
  • Sin pretender el cliché galvanoplástico del «Fíat lux«, exclamación proferida hace setenta y dos siglos (que a título de precedente inmemorial, hubiera escapado a la fonografía), quizá me hubiera sido posible, después de la muerte de Lilith o durante la viudez de Adán, sorprender e impresionar tras un seto del Edén, el sublime  soliloquio : «¡No está bien que el hombre esté solo!»-después el «Eritis sicut dii», el «Creced y multiplicaos» y la sombría chirigota de Elohim: «He aquí a Adán como uno de nosotros.» Cuando el secreto de mi placa vibrante se hubiera extendido, ¿no hubiera sido grato para mis sucesores reproducir en el apogeo del paganismo: «A las más bella… » el Quos ego«, los oráculos de Dodoma, las Melopeas de las Sibilas, etc.? Todos los dichos importantes del Hombre y de los Dioses, a través de las Edades, hubieran sido grabados de manera indeleble en archivos de cobre, y la duda no hubiera podido nunca cernirse sobre su autenticidad.

Entre los ruidos del pasado ¿cuántos sonidos misteriosos han sido percibidos por nuestros antecesores y, por falta de un aparato conveniente para fijarlos han caído en la nada para siempre? ¿Quién podrá hoy formarse exacta noción del Sonido de las trompetas de Jericó, del Grito del toro de Falaris, de la Risa de los Augures, del Suspiro de Memmón a la Aurora? ¡Voces muertas, sonidos perdidos, ruidos olvidados, vibraciones en marcha hacia el abismo, hoy muy distantes para ser recogidas! . . . ¿Qué flecha alcanzaría tales aves?

Edison tocó indolentemente un botón de porcelana en el muro cercano. Brotó de una pila farádica, una deslumbradora chispa azul capaz de electrocutar a un centenar de elefantes, y atravesando un bloque de cristal se fugó en una cienmilésima de segundo.

El gran mecánico, en su abandono, continuó:

  • Sí; yo poseo esta chispa que es, respecto al sonido, lo que la liebrecilla al quelonio, puede dar un adelanto de cincuenta siglos a las antiguas vibraciones de la tierra … Pero ¿dónde está el hilo conductor? ·Dónde las huellas que permitan encontrarlas? ¿Cómo volverlas a traer y repatriarlas cuando estén alcanzadas? ¿Quién ha de devolverlas al tímpano de su cazador? El problema, esta vez, parece insoluble.

Edison sacudió melancólicamente con el dedo la ceniza del cigarro; tras un silencio se levantó, sin perder la sonrisa, y empezó sus cien pasosen el laboratorio.

-¡Pensar que después de cien mil y tantos años de omisión tan perjudicial como la de mi fonógrafo, sólo los aspavientos emanados de la indiferencia humana han saludado mi primer ensayo! “Juguete de niño” -gruñó la multitud. Yo sé que  abordada está de improviso, algunos retruécanos le dan el desahogo indispensable y el tiempo necesario para reponerse … Mas yo, en su lugar, me hubiera esforzado en componer algo de mejor ley que los groseros chistes que no han reparado en hacer.

Yo hubiera censurado, por ejemplo, la impotencia del fonógrafo para reproducir los rumorescomo tales, el rumorque corre, los silencios elocuentes,etc. Y respecto de la voz, ¿quién puede impresionar la voz de la conciencia? ¿Y la voz de la sangre? ¿Y las maravillosas palabras que se atribuyen a los grandes hombres? ¿Y el canto del cisne?Mas ¡ay! voy demasiado lejos. Para satisfacer a mis semejantes comprendo la necesidad de inventar un instrumento que repita lo que aún no se ha dicho, o que responda al experimentador que apunte: «Buenos días» -«Hola ¿cómo está usted?», o que diga: «Jesús» al· espectador que estornuda.

Los hombres son estupendos.

 Concedo que la voz de mis primeros fonógrafos era la de la conciencia hablando con el falsete de Polichinela, mas se debió esperar, antes de pronunciarse tan aventuradamente, a que el progreso hubiera logrado hacer en tal problema el equivalente de lo que son las pruebas fotocrómicas o heliotípicas actuales, respecto de las primeras placas de Nicéforo Niepce o de Daguerre.

Y, puesto que la manía de la duda es incurable, yo guardaré secreto -hasta nueva orden- del sorprendente y absoluto perfeccionamiento que he descubierto. Y que está aquí, bajo la tierra, –añadió Edison golpeando ligeramente con el pie. Así podré, con un ingreso de cinco o seis millones, deshacerme de todos mis fonógrafos viejos y, puesto que se quiere reír, yo reiré el último.

Se detuvo, meditó algunos segundos y dijo alzando los hombros: -Siempre se encuentra algo bueno en la locura humana. Dejemos las ironías vanas…

De pronto un rumor claro, la voz de una mujer que hablara bajo, murmuró a su lado:

  • ¿Edison?

IV. SOWANA

¿Cómo extrañarse de algo?

LOS ESTOICOS

Sin embargo, no había allí ni una sombra.

Se estremeció.

  • ¿Es usted Sowana? -preguntó en voz alta.
  • Sí. Esta noche tenía sed del sueño deleitoso. He tomado el anillo y lo luzco en mi dedo. No es menester que elevéis la voz; estoy muy cerca de usted y desde hace unos minutos os oigo jugar con las palabras como un niño.
  • ¿Y, físicamente, dónde estáis?
  • Tendida sobre las pieles, en el subterráneo, tras el arbusto de los pájaros. Hadaly parece dormitar. Le he dado las pastillas y el agua pura y parece haberse…reanimado.

La voz -riente al decir la última palabra- de aquel ser que el inventor llamaba Sowana, musitaba discreta y tenue, desde una de las páteras de las cortinas violáceas. Era una placa sonora, que temblaba bajo el cuchicheo lejano que la electricidad traía; uno de esos condensadores recién nacidos, que transmiten distintamente la articulación de las sílabas y el timbre de la voz.

  • Decidme, señora Anderson, –dijo Edison pensativo,- ¿podríais oír cuanto me dijera aquí otra persona?
  • Sí; si lo repitiera usted al punto, la diferencia de entonación en las respuestas me haría comprender el diálogo. Soy como uno de los genios del anillo de las Mil y una noches:
  • Si os rogara que unierais el hilo telefónico con el cual nos hablamos a la persona amiga nuestra, ¿se produciría el milagro en cuestión?
  • Sin duda. Es algo prodigioso, como idealización e ingenio, pero, así realizado, resulta muy natural: dado el estado mixto y maravilloso en que me encuentro, gracias al fluido vivo acumulado en el anillo, no me hace falta teléfono alguno para oíros. Por el contrario, para oírme necesitáis que la bocina de un teléfono corresponda con una lámina sonora …
  • Decidme, señora Anderson.
  • Dadme mi nombre de durmiente. Aquí ya no soy tan sólo yo misma. Aquí olvido y dejo de sufrir. El otro nombre me recuerda demasiado la tierra horrible a que pertenezco.
  • Sowana, ¿estáis absolutamente segura de Hadaly?
  • La habéis educado tan bien y la he estudiado tanto que respondo de ella como de mi imagen delante de un espejo. Prefiero vivir en esa niña vibrante más que en mí misma. ¡Sublime criatura! Es la hija del estado superior en que me hallo; está imbuida por nuestras dos voluntades hermanadas en ella: es una dualidad. Ya no es una conciencia: es un espíritu. Me siento muy turbada cuando me dice: «Soy una sombra.» Entonces tengo el presentimiento de que va a encarnar … El ingeniero tuvo un leve movimiento de sorpresa pensativa y respondió a media voz :
  • Está bien, Sowana. Descansad. ¡Ay, sería necesario un tercer ser viviente para que la Gran Obra se ultimara! ¿Y quién se juzgaría digno de ella en este mundo?

La voz murmuró con el acento de una persona adormecida:

  • Esta noche estaré dispuesta. Con una sola chispa aparecerá Hadaly.

Un momento de acongojado silencio reinó después de aquella extraña e incomparable conversación.

  • El hábito, la convivencia con fenómenos semejantes no preservan de que se sienta el vértigo… -dijo Edison-. En vez de profundizar es preferible volver a pensar en las palabras inauditas, de las cuales la humanidad no podrá contrastar nunca el acento por no haber inventado el fonógrafo antes que yo.

¿Qué sentido tenía la volubilidad de espíritu del gran ingeniero al tratar del singular secreto? Los hombres de genio son así, a veces se sospecha que pretendan aturdirse a sí mismos en el torbellino de su pensamiento: sólo cuando éste se manifiesta en una súbita llamarada, quedan descubiertos los motivos que tuvieran para fingirse distraídos, aun en el seno de la soledad.

V. RESUMEN DEL SOLILOQUIO

«Te extinguirás, voz siniestra de los muertos.»

LECONTE DE LISLE

Dijo:

En el Mundo místico es donde las ocasiones perdidas parecen irreparables. ¡Oh, las vibraciones primeras de la Anunciación, el timbre arcangélico de la Salutación, diluido por los siglos en los Ángelus; el Sermón de la Montaña; el Salem, Rabboni del Huerto de los Olivos, con el chasquido del beso de Judas Iscariote; el Ecee Homo del trágico perfecto; el interrogatorio en casa del Gran Sacerdote! . . . ¡Oh, todo aquel proceso, hoy tan concienzudamente revisado por el sutil jurisconsulto Dupin, presidente de la Asamblea Francesa, que en un libro tan documentado como oportuno recoge sabiamente, desde el estricto punto de vista del Derecho de aquella época, cada vicio de procedimiento, infracciones, omisiones,  quid pro quo e incumplimientos, de los cuales se hicieron jurídicamente responsables Poncio Pilatos, Caifás y el airado Herodes Antipas, en el curso de aquel sumario!

Sin hablar, meditó unos instantes y Luego continuó.

Observemos que el Verbo Divino ha concedido poca importancia a los aspectos exteriores y sensibles de la palabra. Escribió una vez tan sólo, y lo hizo en la arena. No debió estimar en la vibración del vocablo más que aquel inaprehensible más allá, cuyo magnetismo derivado de la Fe puede henchir una palabra en el momento en que se profiere. Lo demás ¿será en efecto algo insignificante y baladí? Sea como sea, ha permitido tan sólo que se imprimieseel Evangelio y no que se impresionara su disco. Empero, en vez de decir «Leed las Sagradas Escrituras» se hubiera aconsejado: «Escuchad las Vibraciones Santas». Pero ya es muy tarde…

Sonaban en las losas los pasos del profesor. Se profundizaba el crepúsculo.

¿Qué me queda por impresionar hoy en la tierra?- -, añadió sarcásticamente. Podría creerse que el destino no ha permitido que mi aparato aparezca hasta el momento en que el hombre no dice nada digno de poder ser registrado… ¡Después de todo, no me Importa! ¡Inventemos! ¡Inventemos! ¿Qué importa el tono de voz, la boca que la pronuncia, el siglo, el minuto en que la idea se ha revelado, si cada pensamiento no es, de siglo en siglo, más que una forma del ser que la refleja? ¿Aquellos que no sabrán leer jamás habrían podido aprender a escuchar?Lo esencial no es oír el sonido: es oír aquello que reside dentro de la entraña creadora de las vibraciones mismas.

VI. RUIDOS MISTERIOSOS

·Aquel que tenga oídos para escuchar, escuche.

NUEVO TESTAMENTO

Edison encendió tranquilamente un segundo puro y continuó paseando y fumando.

No exageremos el desastre. Si es lamentable que el sonido auténtico y original de las palabras célebres no haya sido aprisionado por el Fonógrafo, entiendo que ampliar mi lamentación acerca de la pérdida de ruidos enigmáticos o misteriosos es un acto absurdo. Ellos no han desaparecido: lo que se ha borrado es el carácter impresionante de que estaban impregnados en el oído de los antiguos, y que era lo único que animaba su insignificancia intrínseca. Ni entonces, ni hoy me hubiera sido posible grabar exactamente los ruidos, cuya realidad depende del auditor.

Mi megáfono, aún pudiendo intensificar la capacidad de los oídos humanos, (cosa que representa inmenso progreso, científicamente hablando) no podrá nunca aumentar el valor de aquello que se escucha dentro de las orejas.

Aunque los pabellones auriculares de mis semejantes recogieran las vibraciones pretéritas, habiendo abolido el prurito de análisis, el sentido íntimo de estos rumores  del pasado, sería estéril haberlas fijado, pues hoy no representarían en mi aparato más que sonidos muertos, otros ruidos distintos de los que fueron y a los que sus etiquetas aludirían.

Mientras aquellos ruidos eran aún misteriosos, fue cuando debió intentarse la conservación del misterio por los siglos de los siglos. ¡No olvidemos que una reciprocidad de acción es la condición esencial de toda realidad! Así pues afirmarse que sólo las murallas de Jericó oyeron el sonido de las trompetas de Josué, porque ellas solas tenían la calidad apropiada para oírlas. Ni el ejército de Israel, ni los cananeos sitiados, percibieron nada anormal en aquel sonido. Lo que quiere decir que nadie realmente las ha oído.

Una comparación: si coloco la Gioconda de Leonardo da Vinci ante los ojos de un pamú, de un cafre o, simplemente, de un burgués de cualquier nacionalidad, por muy potentes que sean las lupas y los lentes que aumentaran en ellos la agudeza de la vista, ¿se podría llegar a hacer que vieranlo que miran?

De ello concluyo que de los ruidos, como de las voces, de las voces como de los signos, nadie tiene derecho a lamentar nada. Si en estos tiempos ya no hay ruidos sobrenaturales, pueden, en compensación, registrarse muchísimos de gran importancia: los ruidos del alud de la Bolsa, de una erupción, de los cañones de la tormenta, del trueno, de la multitud, de la batalla… Una reflexión cortó la nomenclatura de Edison. Mas mi aerófono domina ya todos esos estruendos cuya admirable e inevitable contingencia está desprovista para siempre de interés— dijo con melancolía.

Repito que mi fonógrafo y yo llegamos tarde a la humanidad. Es una consideración desalentadora, y si yo no fuese un hombre de actividad práctica extraordinaria me iría tranquilamente como un nuevo Títiro a tenderme a la sombra de un árbol y, allí, con el oído aplicado al receptor del micrófono, dejaría transcurrir los días escuchando crecer la hierba para distraerme, loando in petto a un Dios de los más probables, por la merced de tales goces.

A este punto tocaba la divagación de Edison cuando un golpe de timbre, límpido y sonoro, estremeció las sombras circundantes.

VIl. UN DESPACHO

«—Ten cuidado: es… «

«—No veo bien… «

«——·¡Que entre «

LUBNER. EL ESPECTRO.

El ingeniero tocó el resorte de un encendedor de hidrógeno, más a mano que los eléctricos. El gas se inflamó al besar la esponja de platino.

Brilló una lámpara, que alumbró súbitamente el inmenso cafarnaum.

Edison se aproximó a un fonógrafo cuya bocina bostezaba ante un teléfono y obsequió con un papirote al tope de la placa, pues él no gustaba de hablar sino era consigo mismo.

  • ¿Quién es? ¿Qué deseáis? –gritó el instrumento con la voz de Edison matizada de impaciencia- ¿Es usted, Martín?

Una voz fuerte respondió en medio de la habitación.

  • Sí, soy yo, señor Edison. Estoy en Nueva York en vuestro cuarto de Broadway, y os voy a transmitir un despacho recibido aquí para usted hace dos minutos.

Caía la voz desde un aparato de condensación, muy perfeccionado y sin divulgar, pequeña bolsa poliédrica pendiente de un hilo desde el techo.

Edison miró hacia un receptor Morse puesto sobre un pie cerca del fonógrafo, donde estaba sujeto con un trozo cuadrado de papel telegráfico.

Un estremecimiento imperceptible, un murmullo de espíritus viajeros agitó el doble hilo. El electrólogo tendió la mano, sacó el papel de su alvéolo y leyó el siguiente telegrama, impreso violentamente:

Nueva-York, Broadway, para  Menlo Park. 8. 1.83. 4.35 tarde. Tomás Alva Edison, Ingeniero. Llegado esta mañana. Recibiréis mi visita tarde. Saludos afectuosos.

LORD, EWALD.

Al ver la firma lanzó una exclamación de sorpresa, gozosa y viva.

¡Lord Ewald! ¿Ya de vuelta para los Estados  Unidos? –exclamó– ¡Ah, bien venido el querido y noble amigo!

Después de una silenciosa sonrisa, que disfrazaba al escéptico del momento anterior, continuó:

No, no he olvidado al admirable adolescente que me socorrió hace años cuando, moribundo de miseria, caí por estos caminos, allá, cerca de Boston. Todos habían pasado a mi lado diciendo «¡Pobre muchacho!». El, como un excelente samaritano, supo poner pie en tierra para socorrerme, y con su oro salvar mi vida y mi trabajo— ¡Cómo recuerda mi nombre! ¡Le recibiré de todo corazón! ¿No le debo la gloria y … lo demás?

Edison se dirigió hacia una colgadura y apoyó el dedo en un botón.

Una campana sonó a lo lejos, en el parque, cerca del castillo.

Al punto, una voz alegre de niño surgió desde un taburete de marfil cerca de Edison.

  • ¿Qué quieres, papá?

El inventor tomó una bocina y pronunció:

  • Dash. Esta noche haréis pasar al pabellón a un visitante: Lord Ewald. Se le tratará como a mí mismo, pues está en su casa.
  • Bien, papá– dijo la voz que, por un juego de condensadores, parecía salir del centro de un reflector de magnesio.
  • Os advertiré si cena aquí conmigo. No me esperéis. Sed juiciosos. Buenas noches.

Sonó por todas partes una risa infantil y encantadora. Parecía la respuesta de un elfo invisible a un mago.

Sonrió Edison al soltar el aparato y reanudó su paseo.

Al pasar cerca de una mesa de ébano, arrojó el despacho entre los utensilios allí dispuestos. El azar hizo que el papel cayera sobre un objeto extraordinario e inquietante; su presencia era inexplicable en aquel sitio. La circunstancia de aquella conjunción fortuita pareció llamar la atención de Edison, que se detuvo para considerar el hecho y meditar.

VIII. EL SOÑADOR PALPA UN OBJETO DE ENSUEÑO

¿Y por qué no?

LEMA DE ESTOS TIEMPOS

Era un brazo humano colocado sobre un cojín de seda morada. La sangre estaba coagulada alrededor de la sección humeral. Algunas manchas purpúreas en un trapo de batista atestiguaban una operación reciente. Eran el brazo y la mano siniestros de una mujer joven.

En la delicada muñeca se enroscaba una víbora de oro esmaltado; en el anular de la pálida mano brillaba una sortija de zafiros. Los dedos ideales aprisionaban un guante gris, que había sido puesto varias veces.

El tono de las carnes había permanecido tan vivo y la epidermis tan satinada y pura, que su aspecto era a la par fantástico y cruel.

¿Qué mal desconocido pudo necesitar aquella operación desesperada, sobre todo cuando la más exuberante vitalidad corría aúnen la grácil y suave muestra de un cuerpo juvenil. En un alma ajena se hubiera despertado una escalofriante al mirar aquello.

La casa de campo de Menlo Park es una propiedad aislada, que por su aspecto parece un castillo perdido entre los árboles. Edison es, como sabe todo el mundo, un experimentador intrépido que sólo tiene ternura para sus amigos probados. Sus descubrimientos de ingeniero y de electricista, todas sus invenciones, de las cuales no se conocen las más extrañas, dan la impresión acusadora de un positivismo enigmático. Llegan sus aduladores a decir que ha compuesto anestésicos de tal poder que, si algunos réprobos absorbieran unas gotas de ellos, quedarían en el acto insensibles a los obsequios más refinados e insistentes del Infierno. Tratándose de una nueva tentativa, ¿qué es lo que haría retroceder a un sabio? ¿Una vida ajena? ¿La suya?

¿Qué hombre de ciencia podrá ni un solo segundo caer sin remordimiento y sin deshonra en tales preocupaciones cuando se trata de un descubrimiento? Edison, menos que otro ¡a Dios gracias!

La prensa europea ha especificado de qué naturaleza son algunas de sus experiencias. No se preocupa más que del fin grandioso. Los detalles no merecen de sus ojos otra mirada que las que los filósofos ofrecen a las puras contingencias.

Según los periódicos americanos, hace años, Edison halló el secreto de parar en seco dos trenes lanzados uno contra otro. Persuadió al director de la compañía del ramal del Western-Railway para el ensayo del inmediato del sistema, y con ello garantizar la patente.

En una espléndida noche de luna, los guardagujas encarrilaron en la misma vía dos trenes cargados de viajeros, en sentido contrario y a una velocidad de treinta leguas por hora.

En el momento más delicado de la maniobra, ante el peligro, los maquinistas se turbaron y ejecutaron al revés las instrucciones de Edison, que, desde un otero, presenciaba el fenómeno con un regaliz en la boca.

Con la velocidad del rayo cayó un tren sobre otro produciéndose un choque terrible. En una fracción de segundo, a centenares, las víctimas fueron proyectadas, revueltas, molidas y carbonizadas. De los maquinistas y los fogoneros no se pudo encontrar resto alguno en los campos.

-¡Qué torpes y qué estúpidos! –exclamó sencillamente Edison.

Cualquier otra oración fúnebre hubiera sido superflua. Los panegíricos no los hacen los hombres de su oficio. Desde aquel contratiempo crece la extrañeza de Edison, cuando los americanos vacilan en arriesgarse en una segunda experiencia, y si fuera menester –dicen la tercera, hasta que el procedimiento quede coronado por el éxito.

El recuerdo de tentativas análogas, renovadas muchas veces, constituiría en el ánimo de un visitante testimonio suficiente para legitimar la sospecha, al ver el brazo radiante y destroncado, de que se trataba de un fatal ensayo para un descubrimiento nuevo.

Delante de la mesa de ébano, Edison miraba el papel telegráfico entre los dedos de aquella mano. Palpó el brazo y se estremeció como si una idea súbita hubiera cruzado su imaginación.

¡Si fuera este viajero quien despertara a Hadaly!

La palabra despertara fue pronunciada por el electrólogo con singular vacilación. Después se encogió de hombros sonriendo:

¡Realmente empiezo a ser supersticioso! -y reanudó su paseo por el salón.

Cuando estuvo cerca de la lamparilla la apagó. Por la ventana abierta entraba la luz del creciente lunar que jugaba con las nubes. Un rayo se escurría siniestramente sobre la negra mesa.

Aquel rayo de luna acarició la mano inanimada, erró sobre el brazo y le arrancó reflejos a los ojos de la víbora de oro y a la sortija azul… Después todo se tornó más nocturno.

IX. OJEADA RETROSPECTIVA

La gloria es el sol de los muertos.

BALZAC

Edison fue hundiéndose en nuevos aspectos de su divagación, que iba haciéndose más sombría y sarcástica:

Lo más sorprendente e inconcebible en la Historia es que en las turbas de los grandes inventores, en tantos siglos, nadie descubriera el fonógrafo. Y, sin embargo, la mayoría han tenido hallazgos que requerían una mano de obra mil veces más complicada. El fonógrafo es de una confección tan sencilla que nada debe a los materiales de rigurosa estirpe científica. Abraham hubiera podido fabricarlo. Con una punta de acero, una hoja de papel de estaño y un cilindro de cobre se almacenan las voces y los ruidos de la tierra y del cielo.

¿En qué pensaba Beroso, el ingeniero caldeo? Si hubiera dejado para más tarde los estudios que hizo en Babilonia sobre las formas gnomónicas, con un poco más de estudio y de reflexión hubiera descubierto mi aparato hace cuatro mil doscientos años  ¿Y el sutil Eratóstenes? En vez de consagrar medio siglo desde su observatorio de Alejandría en medir, muy escrupulosamente, el arco meridiano comprendido entre los trópicos, ¿no hubiera sido más cuerdo que fijase cualquier vibración en una placa de metal? -¿Y los caldeos ¡Ah! ellos estaban hundidos en lo azul. .. ¿Y el potente Euclides? ¿Y Aristóteles, el lógico? ¿Y Pitágoras, el poeta matemático? ¿Y el gran Arquímedes, que defendió él solo a Siracusa con sus espejos y sus arpeos que abrasaron y rompieron las naves romanas en alta mar ¿no poseía las mismas facultadas de atención que yo? Si yo he descubierto el fonógrafo, observando que mi voz hacía vibrar la copa de mi sombrero cuando hablaba, ¿no descubrió él la ley de los líquidos mirando el agua del baño? ¿Cómo no advirtió que las vibraciones del sonido se inscriben en huellas iguales a la escritura?

¡Presumo que de no haber tenido lugar el crimen del soldado de Marcelo, que le asesinó cuando planteaba la desconocida ecuación, él me hubiera adelantado en el descubrimiento!

¿Y los ingenieros de Karnac y de Ipsambul? ¡Oh, los arquitectos de la ciudadela sagrada de Ang-Kor, esos Buonarotti, desconocidos autores de un templo donde cabrían dos docenas de Louvres y cuya altura excede de la pirámide de Cheops; maravilla visible y palpable, de la cual cada arquitrabe, cada atrio, cada columna, existentes a centenares, están cincelados y calados! ¡Y todo ello sobre una montaña rodeada de un desierto de cien leguas, y tan antiguo que no es posible adivinar los nombres del dios o de la nación a que perteneció el vasto milagro arquitectónico! ¿No era más sencillo inventar el fonógrafo? ¿Y los mecánicos del rey Gudea, muerto hace seis mil años, que según las inscripciones sólo se enorgulleció «de haber llevado a perfección tan grande las ciencias y las artes»? ¿Y aquellos de Khorsabad, de Troya y de Baalbeck? ¿Y los magos de los antiguos sátrapas de Micía? ¿Y los físicos lidios de Creso que mudaban de puntos de vista en una noche? ¿Y los forjadores de Babilonia que Semiramis empleó en desviar el cauce del Éufrates? ¿Y los arquitectos de Menfis, de Tadmor, de Siciona, de Babel, de Nínive y de Cartago? ¿Y los ingenieros de Is, de Palmira, de Ptolemais, de Ancira, de Tebas, de Sidón, de Antioquía, de Corinto y de Jerusalén? ¿Y los matemáticos de Sais, de Tiro, de la Persépolis abrasada, de Bizancio, de Eleusis, de Roma, de Benarés y de Atenas? Y todos los creadores de maravillas surgidos a millares en medio de las inmensas civilizaciones antiguas, de las que ya no quedaba rastro en tiempos de Heródoto, ¿por qué no inventaron, primera y preferentemente, el fonógrafo? Por lo menos podríamos hoy saber pronunciar sus lenguas y sus nombres. Esos nombres y otros tantos que decimos inmortales, hoy no son más que conjunto de sílabas que no guardan relación de semejanza fónica con los que denominaron a los fantasmas a que aludimos. ¿Cómo el mundo ha podido vivir sin Fonógrafo hasta mis días? Los sabios de las naciones olvidadas debieron parecerse mucho a los nuestros, que no sirven más que para fiscalizar y comprobar, y luego ordenar y perfeccionar lo que los ignorantes descubren e inventan.

Es fenomenal que hombres concienzudos como los de hace cinco mil años (verbigracia, los ingenieros de Rhamasinit, de la undécima dinastía, que templaban el cobre mejor que los armeros de Albacete templan hoy el acero) es fenomenal, repito, que entre hombres de ese temple, ninguno soñara en reproducir su voz de manera indestructible..Quizá mi aparato haya sido inventado, desdeñado y olvidado. Hace novecientos años que el teléfono se desechó en China, la patria archisecular y resobada de los aerostatos, de la imprenta, de la electricidad, de la pólvora, y de tantas cosas que nosotros no hemos descubierto aún ¿Quién ignora que en Karnac se han encontrado restos de raíles de hace tres mil años? Hoy, afortunadamente, las invenciones del hombre ofrecen garantías de duración definitiva.-Y aunque esto también lo supieron en tiempos de Nabonasar y del príncipe turanio Xixutros, es decir, hace siete u ocho mil años, salvo error-, es necesario admitir que por esta vez va en serio. ¿Por qué? Nada sé de la causa. Lo esencial es estar persuadido de ello. De lo contrario, cada cual que hiciera fortuna se cruzaría de brazos. Y yo el primero

X. FOTOGRAFÍAS DE LA HISTORIA DEL MUNDO

RETRATOS AL MINUTO

Un caballero, entrando: Quisiera una foto…

El fotógrafo, atajándole: Basta… Aquí está.

CHAM

La mirada del ingeniero cayó sobre el gran reflector de magnesio desde donde había estallado la risa infantil hacía poco…

–¡También la fotografía ha llegado muy tarde! –continuó-. ¿No es desesperante pensar en los cuadros, retratos, vistas y paisajes que pudo recoger en otro tiempo y que ya se han perdido para siempre? Los pintores imaginan: también necesitamos la transmisión de la realidad positiva. ¡Qué diferencia! Ya no veremos, ya no reconoceremos nunca por sus efigies, a los hombres y a las cosas de antaño, salvo en el caso de que el hombre descubra el medio de reabsorber, por medio de la electricidad o por un agente más sutil, la reverberación, interastral y perpetua de todo cuanto sucede -descubrimiento con el cual es aventurado contar, pues es más probable que todo el sistema solar se vaporice en los hornos de la Zeda de Hércules, que nos atrae cada segundo, o que este planeta sea alcanzado y hundido, a pesar de sus capas de tres a diez leguas de espesor, por su satélite, o bien que la vigésima o vigésimo quinta oscilación polar nos inunde como antaño tres o cuatro mil leguas, antes de que le sea permitido a nuestra especie fijar la eterna refracción interestelar de las cosas.

Es una lástima.

¡Nos hubiera sido tan grato poseer algunas buenas pruebas fotográficas de ciertos actos! Ejemplo: Josué deteniendo el sol, Vistas del Paraíso terrenal, del Árbol de la Ciencia, de la Serpiente; Vistas del Diluvio, tomadas desde la cima del Ararat. (¡Oh, cuánto hubiera dado el industrioso Jafet por llevar en el arca un maravilloso objetivo!) Después pruebas de las Plagas de Egipto, de la Zarza ardiente, del Paso del Mar Rojo, del Mané-Thecel-Farés, del festín de Baltasar, de la Hoguera de Assur-banipal, del Lábaro, de la Cabeza de Medusa, del Minotauro, etc.  Tendríamos retratos de Prometeo, de las Estinfálidas, de las Sibilas, de las Danaides, de las Furias, etc.

¡Todos los episodios del Nuevo Testamento! ¡Todas las anécdotas de los Imperios de Oriente y de Occidente! ¡Todos los martirios, todos los suplicios! ¡Desde el sacrificio de los siete Macabeos y su madre hasta los de Juan de Leyde y Damiens, sin omitir las matanzas de los circos de Roma, de Lion, etc.!

¡Cuántas escenas de tortura, desde el comienzo de las sociedades hasta los refinamientos de los frailes de la Santa Hermandad resguardados por sus hábitos férreos y martirizando durante años a herejes, moriscos y judíos! ¡Y todas cuantas cuestiones se solventaron en las mazmorras de Alemania, de Italia, de Francia, de Oriente y del mundo entero!

El objetivo, auxiliado por el fonógrafo, su conexo, hubiera ofrecido la imagen que, acompañada de los gritos de los pacientes, daría una idea completa y exacta. ¡Qué saludable enseñanza en los liceos y colegios, para sanear la inteligencia de los niños … y de las personas mayores! ¡Qué admirable linterna mágica!

¿Y los retratos de los civilizadores desde Nemrod hasta Napoleón, desde Moisés a Washington, desde Koang-fu-Tsé a Mahoma? ¿Y los de las ilustres mujeres desde Semiramis a Catalina de Alfendelh, desde Talestris a Juana de Arco, desde Zenobia a Cristina de Suecia? Luego, los retratos de las más hermosas, desde Venus, Europa, Psiquis; Dalila, Raquel, Judit, Cleopatra, Aspasia, Freya, Tais, Akediseril, Belkis, Friné, Circe, Deyanira, Elena, hasta la bella Paula, hasta la Griega vedada por la ley, hasta lady Emma Harte Hamilton.

¡Todos los dioses y todas las diosas! Sin prescindir de la diosa Razón, ni de nuestro Señor el Ser…

¡Qué álbum más interesante se ha perdido!

¡Oh, la historia natural! ¡Oh, la paleontología! Las ideas formadas acerca del megaterio, paquidermo paradójico, del pterodáctilo, quiróptero gigante o del plesiosaurio (patriarca monstruoso de los saurios) son tristemente pueriles. Tales bichos anduvieron y volaron por estos mismos lugares hace centenares de siglos. ¡No va mucho tiempo desde entonces! (La quinta parte de. la edad de este pedazo de tiza con que escribo en la pizarra.)

¡La Naturaleza pasó pronto la esponja de los diluvios sobre los diseños informes, primeras estantiguas de la Vida! ¡Cuántos curiosos clichés! ¡Oh, visiones desaparecidas!

El físico suspiró.

-¡Todo se borra, en efecto! ¡Todo, hasta los reflejos en el colodión y las huellas del papel de estaño! ¡Vanidad de vanidades! Cierto, todo es vanidad. Se sienten, a veces, deseos de acabar con nuestro objetivo, con nuestro Fonógrafo, y, poniendo los ojos en la aparente bóveda del cielo, preguntar hasta qué punto puede ser gratuito el alquiler de este trozo de Universo; inquirir quién paga la cera.de las luminarias y quién anticipa los fondos en el boliche del viejo logogrifo para que pongamos casa con los adornos y los arambeles raídos y remendados del Tiempo y del Espacio

Para los místicos tengo una pregunta ingenua, paradójica y superficial. ¿No es cierto que si Dios, el Alto, el Todopoderoso, que apareció ante muchos, antiguamente, y que tan mal vulgarizado ha sido por los pintores y escultores malos, se dejara retratar por mí Tomás Alva Edison, ingeniero americano, y me concediera un disco des su preciosa voz, (Franklin le arrebató el trueno), no desaparecerían al día siguiente cuantos se dicen ateos en la tierra?

El electrólogo se reía de la idea vaga, de la reflexiva y viviente espiritualidad de Dios.

La idea viva de Dios aparece proporcional a la fe con que el vidente puedeevocarle. Como todo pensamiento, Dios reside en el hombre, según cada individuo. Nadie sabe dónde comienza la Ilusión, ni qué es la Realidad. Siendo Dios la más sublime concepción posible y dependiendo la realidad de toda concepción de la voluntad y de los ojos intelectualespeculiares a cada persona, resulta que apartar del pensamiento la idea de Dios equivale a decapitarse el alma.

Edison se detuvo en sus reflexiones y mirando las nieblas lunares sobre la hierba del parque dijo:

— ¡Desafío por desafío! Puesto que la vida es tan altanera con nosotros y no responde más que con un denso y problemático silencio, veremos si es posible fabricarla o, por lo menos, demostrar lo que es Ella ante nosotros.

El extraño inventor se agitó. Había visto, a la luz de la luna, una sombra humana inmóvil, interpuesta entre el jardín y él, tras la puerta vidriera.

  • ¿Quién está ahí? -gritó en la oscuridad mientras acariciaba suavemente en el bolsillo de la bata de seda la culata de una pequeña pistola.

XI. LORD EWALD

Aquella mujer proyectaba su sombra sobre el corazón del mancebo.

BYRON. EL SUEÑO
  • Soy yo, lord Ewald -dijo una voz y la sombra abrió la puerta de cristales.
  • Perdonad, querido lord, -contestó Edison buscando la llave eléctrica-, los trenes van tan despacio que no os esperaba hasta dentro de tres cuartos de hora.

La voz contestó:,

  • He puesto un tren especial a la última atmosfera del manómetro. Volveré a Nueva York esta noche.

Tres lámparas oxhídricas envueltas en globos azules llamearon bruscamente junto al techo, alrededor de un foco eléctrico. El laboratorio se iluminó con un efecto de sol nocturno.

El personaje que estaba frente a Edison era un hombre de veintisiete a veintiocho años, de elevada estatura y de rara belleza viril. .

Vestía con tanta y tan profunda elegancia que era difícil precisar en qué consistía. Dejaban adivinar los contornos de su figura músculos tan sólidos como los que dan las regatas y ejercicios de Cambridge o de Oxford. La frialdad de su rostro .se aclaraba con esa sonrisa impregnada de elevada tristeza que revela la aristocracia del carácter. Sus facciones regulares, atestiguaban por la calidad de su finura, una  soberana energía de decisión. El cabello fino y compacto, el bigote y las patillas de un rubio de oro fluido sombreaban la nieve mate de su tez juvenil. Tenía los ojos noblemente serenos, zarcos, bajo unas cejas casi rectas. En la mano enguantada de negro sostenía un cigarro apagado.

Producía la impresión de que muchas mujeres debían, al verle, sentirse como ante uno de los dioses más seductores. Tan hermoso era que parecía conceder una gracia a quien hablaba. Se hubiera dicho a primera vista que era un Don Juan de indiferente frialdad. Pero se observaba al examinarle que guardaba en la expresión de los ojos esa melancolía grave y altanera cuya sombra denota siempre una pena.

Edison avanzó, y le tendió efusivamente las manos.

  • Mi querido salvador. ¡Cuántas veces he pensado en el joven providencial de la carretera de Boston a quien debía la vida, la gloria y la fortuna!
  • Querido Edison, -respondió sonriendo lord Ewald-, yo soy el obligado, puesto que gracias a vos fui útil al resto de la humanidad. Lo que usted ha llegado a ser lo prueba. El oro a que aludís era algo insignificante para mí; en vuestras manos, sobre todo entonces, ¿no estaba mejor que en las mías? Hablo desde el punto de vista de aquel interés general que para toda conciencia debe marcar el deber estricto e inolvidable. ¡Loado sea el Destino por haberme proporcionado esta circunstancia atenuante para mi pingüe peculio! Hoy al volver a América, sólo por decíroslo vengo a haceros esta visita. Vengo a daros las gracias por haberos encontrado en el camino de Boston.

Lord Ewald se inclinó apretando las manos de Edison.

Un poco sorprendido por el discurso pronunciado con flemática sonrisa -rayo de sol sobre el hielo- el potente inventor saludó a su joven amigo.

  • ¡Cómo habéis crecido, querido lord! –le dijo al ofrecerle un sillón.
  • Usted también, y más que yo –contestó el joven sentándose.

Edison observaba a su interlocutor. Al primer golpe de vista percibió la sombra terrible, que nublaba aquella fisonomía. Le dijo:

  • ¿Os ha indispuesto la rapidez de vuestro viaje a Menlo Par k? Aquí tengo un cordial. ..
  • En modo alguno -respondió el joven-. ¿Por qué?

Edison, tras un silencio, dijo sencillamente:

  • Perdonad. Ha sido una impresión.
  • Ya sé lo que os ha hecho suponer tal cosa. Os aseguro que no es un mal físico. Es una pena incesante que, a la larga, ha entristecido habitualmente mi mirada.

Se puso el monóculo y lanzó una ojeada alrededor.

  • Os felicito por vuestra suerte, querido sabio -continuó-. Sois un elegido y vuestro museo promete ¿Es de usted esta luz maravillosa? Diríase de una tarde de verano.
  • Gracias a usted, querido lord.
  • Realmente ha debido ser un “Fiat Lux” lo que habréis proferido hace un momento,
  • He descubierto doscientas o trescientas pequeñas cosas como esta y espero no detenerme tan pronto en tal camino. Trabajo siempre, aun durmiendo y soñando: soy una especie de Durmiente despierto, que diría Sherazade. He ahí todo.
  • ¡Sabed cuán orgulloso estoy de nuestro encuentro en el camino misterioso! He creído siempre que había sido inevitable. Como dice Wieland en su Peregrinus Proteo: «El azar no existe : debíamos encontramos y nos hemos encontrado»

La secreta preocupación del joven lord se transparentaba a través de sus palabras afectuosas. Hubo otra pausa.

  • Como antiguo amigo –dijo íntimamente Edison-, permitidme que me interese por vos.

Lord Ewald volvió los ojos hacia él.

  • Acabáis de hablar de una pena de la que lleváis la huella en la mirada -continuó el electrólogo-. No sé cómo expresar el deseo que experimento. Pero, vamos, ¿no os parece que el peso de los más amargos cuidados se aligera al participarlos al corazón amigo? Sin más preámbulos, ¿queréis hacer tal ensayo conmigo? i Quién sabe! . . . Pertenezco a la raza de esos extraños médicos que no creen en los males que no tienen remedio.

Lord Ewald no reprimió un movimiento de sorpresa ante la brusca acometida.

  • La pena en cuestión- contestó- proviene de una contingencia sin importancia de una pasión desgraciada que me entristece para toda la vida. Ved, mi secreto es muy sencillo. No hablemos más de él.
  • ¡Usted! ¡Una pasión desgraciada! –exclamó Edison extrañado.
  • Perdón -interrumpió lord Ewald-, no tengo derecho de arrogarme un tiempo precioso para todo el mundo, querido Edison, y sería más interesante nuestra conversación si volviéramos a hablar de la existencia de usted.
  • ¡Mi tiempo! –exclamó el electricista genial-. Aquellos que me admiran hasta el punto de haber fundado sociedades de cien millones de capital con la garantía única de mi crédito intelectual y de mis descubrimientos pretéritos y futuros, me habrían dejado, en vuestro lugar, morir de hambre como un perro. Guardo de ello algún recuerdo. La humanidad tendrá que esperar; yo también, como aquel francés, la estimo superior a sus intereses. Por muy sagrados que los deberes humanitarios sean, el derecho a la afección sincera no lo es menos. La naturaleza de mi cariño me permite insistir en lo que solicitaba hace un momento de vuestra confianza, ya que veo que sufrís.

El inglés encendió un cigarro y contestó:

  •  Señor inventor, habláis tan noblemente que no puedo resistir a vuestra simpatía. Dejad que os confiese que estaba muy ajeno a elegiros por confidente apenas llegado a vuestra casa. En estas mansiones de electricistas todo pasa como el rayo. He aquí cuanto deseáis. Paso por. la desgracia de padecer un penoso amor, el primero de mi vida (en mi familia, el primero ha sido el último, el único) por una mujer muy bella, por la mujer más bella del’ mundo, que está en Nueva York ahora, en el teatro, fingiendo. Escuchar  Freyschuts desde nuestro palco, mientras hace reverberar sus pendientes… ¿Estáis satisfecho, señor curioso?

Miró Edison a lord Ewald con singular atención. No le respondió en seguida; en menos de dos segundos se entenebreció visiblemente como si quedara absorto en un pensamiento secreto. Murmuró fríamente:

  • Sí; es desastroso lo que me contáis.

Miró delante de él, distraído.

  • No podéis sospechar hasta qué punto.
  • Decidme algo más -insistió Edison.
  • ¿Para qué?
  • Tengo un motivo para pedíroslo.
  • ¿Un motivo?
  • Sí; creo tener el medio de curaros, o por lo menos…
  • Imposible. La Ciencia no llega hasta ahí.
  • ¿La Ciencia? Yo soy aquel que nada sabe, que adivina a veces, que a menudo encuentra y que siempre se maravilla.
  • El amor que padezco es de tal categoría que no podrá parecer más que extraño e inconcebible.
  • Mejor, mejor -repuso Edison abriendo los ojos-, Dadme algunos detalles.
  • Tengo el temor de que sean ininteligibles… aun para usted.
  • ¿Ininteligibles? ¿No fue Hegel quien dijo «Hay que comprender lo ininteligible como tal»? Ensayaremos, querido lord. Veréis con qué claridad aquilatamos el punto oscuro de vuestro mal.
  • He aquí la historia -dijo lord Ewald reconfortado por el cordial desenfado de Edison.

XII. ALICIA

Camina en medio de su belleza, como las noches sin nubes y los cielos estrellados.

BYRON. MELODÍAS HEBREAS

Cruzó las piernas lord Ewald y comenzó entre dos bocanadas de humo:

Hacía años que habitaba uno de los dominios más antiguos de mi familia en Inglaterra: el castillo de Athelwold, en el Stattfordshire, un distrito brumoso y desierto. Situado a algunas millas de Newcastle-under-Lyne, queda cercado de rocas, lagos y pinares; allí vivía desde mi vuelta de Abisinia, aislado, sin familia, rodeado de viejos servidores,

Saldada con mi país la deuda militar, me había arrogado aquel género de vida que era el que más me halagaba. Un conjunto de reflexiones acerca del espíritu de los tiempos actuales me había inducido pronto a renunciar a las carreras del Estado, y, por otra parte, los viajes habían desarrollado en mí el germen innato del amor a la soledad. Aquella existencia de aislamiento bastaba a mis ambiciones soñadoras, y me juzgaba feliz.

En ocasión del aniversario de la coronación de la Emperatriz de las Indias, nuestra soberana, obedeciendo el decreto oficial que me convocaba con otros pares, abandoné una mañana mi baronía y mis cazas para trasladarme a Londres. Una fútil circunstancia me puso en presencia de una persona a quien la misma solemnidad atraía a nuestra capital. ¿Cómo ocurrió la aventura? En la estación de Newcastle todos los vagones estaban llenos. Una mujer joven parecía altamente contrariada por no poder partir. En el último momento, sin conocerme, se acercó a mí vacilando en pedirme un sitio en el coche salón donde viajaba solo. Yo no pude rehuir aquella concesión

Abramos un paréntesis, querido Edison, para advertiros que hasta entonces todos los devaneos mundanos se me habrían ofrecido, pero en vano.

Mi naturaleza salvaje me había preservado de emprender cualquier conquista que fuera. Aunque no había tenido novia, era en mí innato no amar o desear otra mujer que aquella que, desconocida aún, estaba llamada a ser mi esposa.

Muy con retrazotomaba el amor conyugal en serio. Me sorprenden aquellos amigos que no comparten en ese punto mi criterio y hasta compadezco a aquellos hombres que engañan de antemano a la mujer que han de tomar.

De aquello provino mi fama de frialdad, que se extendió hasta el palacio real, juzgándome insensible a las rusas, italianas y criollas ·

En pocas horas me enamoré apasionadamente de aquella viajera, a quien veía por primera vez. Al llegar a Londres había alcanzado sin saberlo, el primero y último amor tradicional en los de mi casa. En pocos días se establecieron entre los dos vínculos de intimidad que aún duran esta noche.

Puesto que en este momento no sois más que un misterioso doctor a quien nada hay que ocultar, es necesario para la comprensión de lo que añadiré, dibujaros físicamente él miss Alicia Clary. No podré prescindir de explayarme no sólo en amante, sino en poeta, puesto que a los ojos del más desinteresado artista representaría una belleza, no sólo incontestable, sino extraordinaria.

Miss Alicia tiene veinte años. Es esbelta como el pobo argentado. Sus movimientos son lentos y armónicos: las líneas de su cuerpo sorprenderían a los más grandes escultores. Una cálida palidez de nardo cubre todas sus morbideces. Tiene el esplendor de la Venus Victrix humanizada. Su cabellera negra posee el brilló de una· noche del sur. Cuando sale del baño, camina sobre su pelo que el agua no desriza y se cruza las largas guedejas de un hombro a otro como si fueran dos mantos. El óvalo de su rostro es de lo más seductor su boca cruel se abre como un clavel sangriento perlado de rocío. Claridades húmedas juegan y se apoyan sobre sus labios, cuando los hoyuelos rientes descubren sus dientes de animal joven. Por una sombra se estremecen sus pestañas. El lóbulo de su oreja es fresco como una rosa de abril. La nariz, recta y exquisita, prolonga el nivel de la frente. Sus manos son más bien paganas que aristocráticas; sus pies tienen la elegancia de los mármoles griegos. Todo su cuerpo está alumbrado por dos fieros ojos de fulgores negros que acechan a través de las pestañas. Una cálida fragancia emana del seno de esta flor humana: es un olor que enciende, embriaga y enajena. El timbre de su voz es penetrante, las notas de sus cantos tienen inflexiones tan vibrantes que, bien cuando recita un fragmento trágico, o bien cuando canta un magnífico aríoso, me sorprendo estremecido por una admiración de origen desconocido.

XIII. SOMBRA

Es nada.

LOCUCIÓN HUMANA

En las fiestas cortesanas de Londres, las más radiantes muchachas de nuestro nido de cisnes pasaron indiferentes para mí. Me era doloroso todo lo que no fuera la presencia de Alicia. Estaba deslumbrado.

Desde los primeros días resistía vanamente a la obsesión de una extraña evidencia que aparecía con aquella mujer. Quería dudar del sentimiento que a cada momento me producían sus palabras y sus actos. Quería acusarme de torpeza antes que admitir su significado, y recurría a todas las circunstancias atenuantes que presta la razón para destruir la importancia que tomaban en mi mente. Una mujer, ¿no es una criatura turbada por mil inquietudes, sujeta a múltiples influencias? ¿No debemos acogerla con la mayor indulgencia y con nuestra mejor sonrisa las apariencias de sus tendencias fantásticas, así como las inconstancias de sus gustos, más variables que la irisación de una pluma? La inestabilidad forma parte del encanto femenino. Una alegría natural debemos tener en reprender, en transfigurar por mil transiciones lentas -al adivinarlas nos amará más- y en guiar al ser endeble, irresponsable y delicado que, por instinto, pide siempre apoyo. ¿Era cuerdo juzgar tan pronto y sin reserva una naturaleza en la cual el amor podía en seguida (y esto dependía de mí) modificar sus pensamientos hasta hacerlos reflejos de los míos?

¡Cierto, pensé todo esto! Empero no podía olvidar que todo ser viviente tiene un fondo indeleble, esencial, pauta de todas las ideas, aún de las más vagas, y que sólo este receptáculo de las impresiones bien versátiles, bien estables, del aspecto, del color, de la calidad, del carácter, tiene facultad de padecer y de reflexionar.

Llamemos, si gustáis, alma a este substratum. Entre el cuerpo y el alma de miss Alicia, no era una desproporción lo que desconcertaba e inquietaba mi entendimiento: era una disparidad.

Al decir lord Ewald esta palabra, el rostro de Edison se inundó de una súbita palidez. Tuvo un movimiento y una mirada de sorpresa rayana en el estupor. Pero no arriesgó ni una palabra interruptora.

El joven lord continuó:

Las líneas de su divina belleza parecían serle ajenas; sus palabras surgían torpes y extrañas a su voz. Su ser íntimo estaba en contradicción con su forma. No solamente su género de personalidad carecía de aquello que los filósofos llaman mediador plástico, sino que estaba aherrojada por un oculto castigo, en un mentís perpetuo de su cuerpo ideal. El fenómeno era tan patente en todo momento que le admití como incontestable. Llegué a imaginar muy en serio que en los limbos del Devenir aquella mujer se había apoderado de aquel cuerpo que no le pertenecía.

  • Era una suposición excesiva -respondió Edison-. Sin embargo, casi todas las mujeres en tantoson bellas, a corto plazo despiertan sensaciones análogas, sobre todo en aquellos a quienes aman por vez primera.
  • Por poco que aguardéis -dijo lord Ewald- debéis reconocer que el caso era más complicado y que Alicia Clary podía tomar a mis ojos insólitas proporciones, no de novedadhumana, sino del tipo más sombrío (¿es exacta la expresión?) a que tales inquietudes anómalas podían corresponder. La duración de la belleza más radiante, aun no siendo mayor que la de un relámpago, ¿no tiene al percibirla un valor eterno? ¡Con tal de que surja, poco importa lo que la belleza dure! Y respecto al resto, ¿no debo enfrentarme seria y gravemente con aquello que, fuera de la indiferencia escéptica de mi razón, me confunde el sentimiento, los sentidos y el corazón? Creedme, doctor, no quiero complacerme en narraros tontamente un caso de histérica demencia, catalogado en los manuales, por crear un medio de suscitar vuestra atención. El caso es de un orden fisiológico sorprendente.
  • Perdonad. ¿Vuestra tristeza proviene de que tan linda mujer no os ha sido fiel?
  • ¡Ojalá tal cosa hubiera sido posible! -respondió lord Ewald-. Entonces no podría quejarme porque sería ya otra. Además, el hombre merecedor de ser engañado en amor nunca debe quejarse de su suerte. Es el lamento villano de aquel que odia a una mujer por no haber sabido enamorarla un poco. Como comprobante tenemos el ridículo que siempre llevan consigo las lamentaciones de los esposos infortunados. Tenga usted por cierto que si el indicio de una fantasía, de un capricho ocasional hubiera des encauzado a miss Alicia Clary de nuestra felicidad recíproca, yo hubiera favorecido tal inconstancia con una inadvertencia orgullosa. Por el contrario, me otorga el único amor de que es capaz, tanto más sincero cuanto que le experimenta a pesar suyo.
  • ¿Queréis -dijo Edison- reanudar el relato lógico de esta aventura desde el punto de mi interrupción?
  • Después de algunos días supe que aquella mujer pertenecía a una buena familia de Escocia, ennoblecida recientemente. Seducida por su novio y luego abandonada por una fortuna, Alicia acababa de dejar el domicilio paterno. Su propósito era llevar la vida independiente y nómada de una virtuosa. Después ha renunciado a ello. Su voz, su porte, su talento dramático, le prometían, según los más sinceros criterios, un desahogo económico suficiente para sus modestos gustos. Respecto de mí, se hallaba muy satisfecha del encuentro con que abría su evasión. No pudiendo casarse y sintiendo simpatía hacia mí, acogió sin más exigencias, el amor con que la asediaba, esperando pronto compartir la inclinación.

Edison interrumpió:

  • Escuchad. Tales confesiones, ¿no denotan una alta dignidad de corazón? ¿No es cierto?
  •  

Lord Ewald le miró de una manera indefinible. Parecía haber alcanzado el punto más doloroso de su melancólica confidencia

XIV. DE CÓMO LA FORMA HACE CAMBIAR EL FONDO

Los ausentes nunca tienen razón.

SABIDURÍA DE LAS NACIONES

¿Tienes verdaderos amigos? Sin embargo… ¿Si partieras?

GOETHE

Sin cambiar de entonación prosiguió, impasiblemente.

Es que habéis escuchado mi traducción y no las palabras mismas de Alicia

Otro estilo revela otros sentimientos; yo me convenzo de que hay que exponeros el texto. Sustituir el propio estilo al de una persona de la cual quiere pintarse el carácter, pretextando que, poco más o menos se expresaba así, es colocar al auditor en el estado del viajero perdido que, de noche, en un camino, hostiga a un lobo creyendo hacer fiestas a un perro.

He aquí, exactamente, sus palabras:

«Aquel de quien había de quejarse era un modesto industrial, sin otro aliciente que su fortuna.

«Ella no le había amado ciertamente. Había accedido a sus solicitaciones creyendo apresurar así el matrimonio; se había resignado a él por dejar de ser soltera; lo mismo le daba aquel marido que otro. Ofrecía una posición aceptable. «Las muchachas calculan mal. Pero ya no se dejaría engañar por más lindas frases. El se mostró muy satisfecho de que no naciera un niño. En cuanto a ella si su aventura hubiese permanecido secreta, habría procurado entenderse con un nuevo pretendiente.

«Pero sus parientes habían suscitado el escándalo. Tanto la habían aburrido que prefirió huir. No sabiendo otra cosa pensaba dedicarse al teatro. Algunos ahorros le permitirían en Londres esperar una contrata. Semejante carrera acabaría de deshonrarla, pero, después de cometida tan grave falta, ¿qué escrúpulos le podían quedar? Además tomaría un nombre de guerra. Algunas personas competentes le habían asegurado que tenía una soberbia voz y representaba muy bien, vaticinándola un gran éxito. Cuando se gana mucho dinero se arreglan bien las cosas. Con pingües economías podría dejar las tablas, poner una tienda, casarse, y vivir honradamente. Mientras tanto, yo le gustaba mucho. ¡Qué diferencia! Bien veía que trataba a un gran señor, y siendo yo un caballero, eso bastaba… «

Lo demás por el estilo. ¿Qué pensáis ahora de miss Alicia?

  • Los textos son tan diferentes de tono que su versión y la vuestra parecen enunciar dos cosas que no guardan entre sí más que una relación ficticia.

Hubo un momento de silencio.

XV. ANÁLISIS

Hércules entró en el cubil del bosque de Erimanto, asió por el cuello al enorme jabalí y sacándole fuera de aquellas tinieblas, obligó al monstruo inmundo a mostrar su hocico ante los deslumbradores rayos del sol.

MITOLOGÍA GRIEGA

Esta fue la concatenación de mis pensamientos a partir del examen del sentido fundamental que encerraba aquel conjunto de expresiones -continuó lord Ewald impasible.

Esta criatura luminosamente bella ignora hasta qué misterioso extremo alcanza su cuerpo el tipo ideal de la forma humana. Si en el juego teatral traduce y representa con poderosos recursos mímicos las inspiraciones del genio (que encuentra vacías), es por una cierta técnica adquirida en el oficio. Aquellas que son para las almas sensatas las mayores y únicas realidades espirituales, no constituyen para ella más que algo que designa despectivamente con el nombre de «lo poético y lo etéreo». Sus interpretaciones son ejecutadas, según ella, con el rubor de rebajarse a tan denigrantes niñerías.

Si fuera rica, no constituiría para ella un pasatiempo superior a los juegos de azar. Su voz, expandiendo su encanto de oro en cada sílaba es como un instrumento vacío; en sentir suyo es una profesión menos digna que cualquier otra.

La ilusión divina de la gloria, el entusiasmo, los nobles impulsos de la multitud, no son para ella más que exultaciones de desocupados a quienes sirven de «juguetes» los artistas.

Lo que esta mujer lamenta en su falta, no es el honor mismo -rancia abstracción-, es el beneficio que semejante capital produce cuando se conserva cautelosamente.

Llega hasta evaluar las ventajas que una embustera virginidad le hubiera podido proporcionar si su malversación no trascendiera en su país. No siente que tal arrepentimiento es el que constituye la verdadera deshonra y no un accidente exteriory carnal, puesto que este, en tamaña mente, no puede ser concebido más que como una fatalidad inevitable, emboscada y latente desde que se está en mantillas.

Esta, inconsciencia de la exacta naturaleza de lo que ha creído perder, ¿no torna insignificante la circunstancia del más o el menos corporal?

¿Cuándo  estuvo más ultrajada? ¿Antes o después? ¿No .es más Impura la forma de lamentar su caída que la misma falta? En cuanto a su virginidad, no tuvo nunca nada que perder, puesto que no la cedió con la excusa del amor.

No diferenciando en nada el abismo que separa a la Virgen mancillada de la hembra preterida, confunde con la deshonra el patológico acontecimiento a cuya gravedad las dignidades convencionales quedan automáticamente circunscritas.

Una doncella seducida que no llorara en su caída otra cosa que el honor, ¿no es más venerable que cien millones de mujeres honradas que no lo son más que por el interés?

Forma parte del número incalculable de mujeres para las cuales un sólido cálculo es al honor lo que la caricatura al rostro y que creen que es la honra «un artículo de lujo que sólo está al alcance de los ricos y que es posible comprar siempre alzando la puja». Así confiesan, a pesar de sus gazmoñerías, que la suya estuvo siempre a subasta. Cualquiera de estas mujeres reconocería en Alicia una semejante y diría al escucharla: » ¡Qué pena que esta muchacha haya ido por mal camino!«. Sabría atraerse esa monstruosa compasión, que halagándola en secreto recayera tan sólo en la inhabilidad explotada de su inexperiencia.

¡Al hacerme estas declaraciones manifiesta su poca vergüenza! ¿No le advierte un residuo de tacto femenino que anula en mi corazón toda simpatía y cariño con su torpeza desesperante? Esta belleza tan impresionante, ¿estará llena de tanta miseria moral? Si es así, renuncio a ella. Su candor cínico hará que me aleje de ella despreciándola, pues no acepto un cuerpo cuya alma me repugna. Llegué a pensar que unos millares de guineas le hicieran indiferente el adiós con que había de acompañarlos.

XVI. HIPÓTESIS

¡Oh, tú!..

LOS POETAS

Una inquietud me hizo vacilar, al ir a renunciar a miss Alicia.

Cuando dejaba de hablar, su rostro ya no recibía la sombra que proyectaban sus vacías y deshonestas palabras. Su mármol divino desmentía el lenguaje desvanecido.

Con una mujer muy bella, pero de perfecciones ordinarias, no hubiera padecido la sensación de lo ininteligible que me causaba miss Alicia Clary. Desde el principio, si un estigma o un fulgor –la calidad de las líneas, la dureza de los cabellos, la finura de la piel, un movimiento- me hubieran descubierto su natural oculto, quedaba flagrante la identidad consigo misma.

Pero aquella no correspondencia de lo físico con lo intelectual se acusaba constantemente y en proporciones paradójicas. Su belleza era lo irreprochable, retador del más disolvente análisis: una venus Anadiómena de los pies a la cabeza. Interiormente, una personalidad absolutamente ajena a aquel cuerpo. Imaginad que era la realizada concepción de la Diosa burguesa.

Creí entonces que se habían alterado todas las leyes fisiológicas en ese viviente e híbrido fenómeno, que me hallaba en presencia de un ser cuya tristeza y orgullo habían llegado al sumo grado y que se desnaturalizaba a sabiendas en una ficción amarga y desdeñosa. No me la quise explicar sin prestarle este lírico sentimentalismo.

Lord Ewald continuó:

Toda temblorosa por la ofensa horrible, irreparable, que le fue hecha, se ha erguido en frío desprecio, hijo de la primera traición hecha a un alma noble. Una sombría e incurable desconfianza la induce a ocultar su soberana ironía, pues cree que nadie puede concebir su suprema tristeza.

Ella se ha dicho: puesto que el deleite de las meras sensaciones ha destruido todo augusto sentimiento en los hombres de ahora (de rostros mirando al suelo), este joven que me habla con ternura y pasión no debe ser diferente a sus contemporáneos. Debe pensar como los corazones vecinos que refugiados en su sensualismo, ensayan, para vivir, considerar con un sarcasmo huero todas las tristezas que no pueden sentir, y que algunas son quizá inconsolables. ¿Me ama? ¿Hay alguien que ame todavía? La juventud arde en su sangre. Si le escucho esta noche, quizá mañana me abandone… No. Antes de dejarme tentar por la esperanza, es necesario que me entere y me alumbre el dolor de mi primera experiencia. Debo comprobar si recita su papel, pues no quiero conceder a nadie el derecho a sonreír de la desgracia que aflige a todo mi ser, ni menos que mi amante crea que me he curado y olvidado de ella.

Acabe todo, antes que esta última integridad que me queda. Quiero ser inolvidable para el elegido de mi grandeza humillada. No me daré, ni en un beso, ni en una palabra, a este desconocido, sin asegurarme previamente si puedo ser recibida por aquel a quien me entregue. Si sus palabras no encubren más que un juego pasajero, ¡que se las guarde con sus regalos! ¡Quiero ser amada como ya no se ama! No; no sólo por bella, sino también por infortunada.

Como el divino mármol a que me asemejo, mi único deber es hacer sentir a los que a mí se aproximan, que soy una excepción. ¡Manos a la obra! ¡Asemejémonos a las mujeres a quienes desean y prefieren los groseros hombres! ¡Que no trasluzca de mí el fulgor natal! La mediocre nulidad melificará mis discursos. Comedianta, ensaya tu primera creación. Anuda tu carátula. Para ti misma representas. Si aquí te muestras poderosa artista, el triunfo no será para la gloria; será para el amor. Encarna en .tan odioso papel, adoptado por la mayoría de las mujeres del siglo, porque la moda le? obliga … a disfrazar sus espíritus.

Tal será la dura prueba. Si a pesar de esta indigencia de alma, que fingiré sin concesión ni piedad, persiste en quererme con verdadero amor, será que no es más digno de mí que cualquier otro y no representaré, en definitiva, más que un conjunto de placeres, una embriaguez hermana de la del vino. Al fin, se reiría de mi realidad si pudiera presentirla.

Entonces le diré:

Podéis uniros a aquellas a quienes sólo podéis amar, que son las que han perdido todo sentimiento de un destino diverso. Adiós.

¡Si quiere abandonarme, sin intentar poseerme, que se aleje desesperado, pero rechazando la idea de profanar el sueño que para siempre le haya inspirado! En ese signo reconoceré si pertenecemos al mismo mundo… Tendré la imprecisa visión de reflejarme en sus ojos, donde brillen santas lágrimas. Me constará que merece toda mi ternura y bastarán pocos instantes para brindarnos los cielos.

¡Si la prueba me persuade de que tras él está la tan temida mentira, heme condenada a la soledad! ¡Sea mejor la soledad! Ya me siento resucitada por llamamientos, más augustos que los del corazón y los sentidos. No quiero ser engañada. Sólo el Arte borra y liberta. Renunciando a los supuestos alicientes de la tierra, sobreviviré a mí misma, sin pesar, dentro de esas mujeres imaginariamente inmortales que crea el

Genio y que animaré con mis misteriosos cantos. Ellas serán mis compañeras, mis amigas, mis únicas hermanas. ¡Como María Malibran tendré un poeta que inmortalice mi figura, mi voz, mi alma y mis cenizas!

Hundiré mi melancolía en la luz, llegando a esas regiones del Ideal donde los insultos humanos no llegan.

  • ¡Caramba! –dijo Edison.
  • Sí -replicó lord Ewald-, este fue el imposible secreto con que quise exornar a la mujer que no lograba explicarme. ¡Pensad que para parecerme digna de estos pensamientos, debe ser de una belleza turbadora y extraordinaria!
  • Voy comprendiendo que un lord pueda llamarse Byron respondió Edison sonriente-, y también os reputo de muy poco inclinado a la desilusión cuando recurrís a tan intrincada poesía para engañaros acerca de la realidad trivial. Semejantes razonamientos me parecen de ópera. ¿Qué mujer podría suscribirlos, aparte ciertos seres místicos?
  • Mi querido y sutil confidente, he reconocido ya tarde que la esfinge no tenía enigma. Soy un iluso castigado. ·
  • Habiéndola analizado tan minuciosamente, ¿cómo la amáis todavía?
  • El despertar no trae consigo el olvido del ensueño. El hombre se encadena con su propia imaginación -respondió amargamente lord Ewald-. Os diré cuanto pasó.

Lleno de fe en mi amor, pronto nos entregamos uno a otro espiritualmente. Hube menester de muchas evidencias para convencerme de que la comedianta no representaba una comedia. Cuando tuve la certeza, quise libertarme de aquel fantasma. Mas los vínculos de la belleza son fuertes y sombríos. Ignoraba su poderío intrínsecoal aventurarme en aquella pasión. Cuando quise huir ya me habían abierto las carnes las cuerdas del inicuo torturador. Fui hombre perdido. La energía se había amortiguado en mis sentidos, abrasados por los besos de Alicia. !Dalila me cortó los cabellos cuando dormía. Transigir por laxitud, y, en vez de abandonar valientemente aquel cuerpo, me contenté con prescindir de su alma.

Nunca se ha dado cuenta de los arrebatos de rabia que, por ella, rechazo y domo en mis venas. ¡Cuántas veces he querido matarla y morir yo luego… ! ¿Qué es lo que me ha esclavizado a esta maravillosa forma inerte? Hoy, miss Alicia no significa para mí otra cosa que la costumbre de una presencia. Bien sabe Dios que me sería imposible poseerla…

Al pronunciar la última palabra, un relámpago cruzó los ojos del joven. Edison se sobresaltó, pero no dijo nada.

Lord Ewald concluyó:

  • Tanto es así, que vivimos juntos y separados a  la vez.

XVII. DISECCIÓN

«Lo más imperdonable en los tontos es que nos hacen indulgentes para con los malvados.»

JUAN MARRAS
  • Querido lord, ¿querríais precisarme ciertos puntos? Sólo os habéis extendido en matices interesantes… Ahora bien, miss Ailcia Clary, ¿es una mujer… boba?
  • No, ciertamente -respondió con tristeza lord Ewald-. No guarda ningún vestigio de esa bobería casi santa que, por la causa de ser extrema, ha llegado a ser tan rara como la inteligencia. Una mujer desprovista en absoluto de necedad, ¿no es un monstruo? Nada hay más triste y desesperante (a no ser su interlocutor) que ese ser a quien se designa con el nombre de mujer ingeniosa. El ingenio, en la acepción mundana, es el enemigo de la inteligencia. Juzguemos que la, mujer recogida y creyente, un poco boba y modesta, que por su alto instinto comprende la palabra a través de un velo luminoso, es un tesoro supremo, mientras que la otra es un castigo de la sociedad.

Como todo ser mediocre; miss Alicia no es boba: es sandia. Su ideal sería aparecer como una mujer de ingenio, por las apariencias brillantes y las ventajas que ello da.

Esta fantástica burguesa ama tal máscara como un atavío como un pasatiempo agradable y baladí. En cuenta siempre el medio de permanecer mediocre aún en su estéril y enfermo ideal.

  • En la vida cotidiana, ¿cuál es el género de su sandez? -preguntó Edison.
  • Está llena -respondió lord Ewald- de ese sentido común negativo e irrisorio que encoge todas las cosas y cuyo alcance no pasa de las realidades insignificantes. ¡Como si esas cosas fastidiosas, convenidas tácitamente, pudieran absorber la totalidad de los anhelos en los seres vivientes!

Entre tales cosas inferiores y ciertos seres, hay establecida una correspondencia oculta, una tendencia natural, una imantación recíproca. Son elementos que se requieren, se atraen y se confunden. Las gentes subordinadas a esas cosas se enriquecen vanamente y sufren y mueren en secreto con la bajeza innata que les ahoga. Desde el punto de vista fisiológico, tamaños casos de positivismo inepto, hoy muy frecuentes, no son más que formas raras de hipocondría. Es una especie de demencia que lleva a los enfermos hasta repetir durante el sueño aquellas palabras que para ellos encierran importancia y a las que quieren dotar, al enunciarlas, de toda la densidad de la vida; verbigracia: serio, positivo, sentido común. Creen los maniáticos, y no sin razón, que la virtud de las sílabas presta a quien las profiere, aún distraídamente, un certificado de capacidad. Cuando toman la costumbre lucrativa y maquinal de pronunciar semejantes vocablos, penetra en esos hombres todo el histerismo embrutecedor de que van henchidas las palabras. Lo más extraño es que acaudillen incautos y que, en muchos estados, lleguen a disponer del poder gubernamental cuando no merecen más que el hospicio. El alma de esa mujer es hermana de esas almas; en la vida corriente, miss Alicia es la Diosa Razón.

  • Bien -dijo Edison-. Prosigamos. Si os he comprendido bien, miss Alicia Clary no es una mujer bonita
  • No, ciertamente -dijo lord Ewald-. Si no fuera más que la más bonita de las mujeres, no le concedería tanta atención. Ya conocéis el adagio: el amor de lo Bello es el horror de lo Lindo. Así he podido, hace un momento, establecer un parangón aplastante con la Venus victrix. ¡Sería inteligible el hombre que encontrara bonita a la Venus victrix! La visión de una criatura que puede resistir tal comparación, no ha de hollar un sano espíritu con una impresión igual a la que deja la mujer bonita. Son, una respecto a otra, lo que ambas pueden ser a la más horrorosa de las Euménides. Podemos situar los tres tipos en los vértices de un triángulo isósceles.

La única desgracia que hiere a miss Alicia es el pensamiento. Podría comprenderla si estuviera incapacitada da para pensar. La Diosa está cubierta de mineral y de silencio. De su aspecto sale este Verbo: «Yo soy únicamente la belleza misma. Yo no pienso más que en el espíritu de quien me contempla. En mi Absoluto, todas las concepciones se anulan por ellas mismas, puesto que pierden sus límites, y se abisman y se van, confundidas, idénticas, indistintas, semejantes a las ondas de los ríos cuando entran en el mar. Para quien me entienda, soy tal que se puede ahondar en mí.»

Este significado que la Venus victrix expone con sus líneas, podría ser manifestado por miss Alicia, erguida en la arena ante el océano, si cerrase los párpados y se callara. Mas, ¿cómo comprender una Venus victoriosa, que encontrando sus brazos en el fondo de la noche de los tiempos, enviara al mundo enloquecido y deslumbrado una mirada ruda, oblicua y zaina y cuya mente no fuera más que el albergue donde se agruparan las quimeras del falso sentido común, de las cuales hemos desentrañado la sombría suficiencia?

  • Bien -dijo Edison-, continuemos. Decidme, miss Alicia, ¿es una artista?
  • ¡Cielo santo! -respondió lord Ewald-. ¿No os he dicho que era una virtuosa? ¿Y no es siempre el virtuoso el enemigo directo y mortal del genio y del Arte?

El Arte no tiene más relación con los virtuosos que la que pueda guardar el Genio con el Talento. Es decir, que existe una diferencia inconmensurable.

Los que merecen el nombre de artistas son los creadores, aquellos que despiertan impresiones intensas, desconocidas y sublimes. ¿Los otros? … ¡Transijamos con los espigadores, pero nunca con los virtuosos que vienen a emperifollar estúpidamente la obra divina del genio! ¡Desgraciados que en el arte de la música se aplicarían en «bordar mil variaciones» o «brillantes fantasías hasta con la trompeta del Juicio Final! ¿No habéis visto en los conciertos a alguno de estos tipos que acarician sus cabelleras con dos dedos poniendo los ojos en blanco hacia el techo? ¿No avergüenza la existencia de tales fantoches? Si tienen alma, debe ser un alma metafórica el alma de un violín. ¿Tal es el espíritu de miss Alicia? Sin embargo, como ante todo es mediocre, carece del bastardo afán común a los virtuosos de creer que la música es bella. (Tienen menos derecho que los sordos para decir semejante cosa.) Cuando habla de su voz sobrenatural, de variadas inflexiones, de timbre ideal y mágico, dice que posee un «talento recreativo». Encuentra un tanto chiflados a los que se apasionan por esas cosas. El entusiasmo le produce lástima, pues cree que no cuadra a las personas distinguidas. Así llega a sobrepasar y enaltecer la necedad y suficiencia de los virtuosos. Cuando canta a instancia mía -el canto le aburre como trabajo profesional, para el que no había nacido- se interrumpe al ver que he cerrado los ojos y no comprende «que un caballero pierda la cabeza por futesas tan aéreas, dejando de observar la debida compostura». Es, sencillamente, un caso de raquitismo intelectual.

  • ¿Es una mujer buena? -preguntó Edison.
  • No, porque es necia -dijo lord Ewald-. No se es bueno más que cuando se es bobo. ¡Criminal, pérfida, sombría, lasciva como una emperatriz romana, la hubiera comprendido y preferido! Sin ser buena, carece de esos salvajes apetitos hijos de un poderoso orgullo. ¿Buena? No guarda ella ningún vestigio de esa augusta bondad que transfigura lo feo y embalsama toda herida.

Mediocre ante todo, ni siquiera es malvada: es bonachona, como es avariciosa más que avara: nunca boba siempre neciamente. Tiene la hipocresía de los corazones débiles y secos que se hacen indignos de las mercedes que otorgan tanto como de las que reciben. Lo peor es la sensiblería con que los bonachones ocultan su indiferente amargura.

Una noche, en el teatro, observé a miss Alicia mientras escuchaba no sé qué melodrama salido de la pluma de uno de esos falsarios de la palabra, salteadores de las letras, que con su jerigonza de adocenados, sus estupidez de trama y sus mojigangas de payasos, atrofian con una impunidad triunfal y lucrativa el sentido de la elevación en las muchedumbres. ¡Por obra de esos diálogos abyectos he visto llenarse de lágrimas los ojos de esa mujer! Yo la miraba llorar como se mira llover. Moralmente, hubiera preferido la lluvia; físicamente, he de confesaros que aquellas lágrimas en aquel rostro resultaban espléndidas. La luz jugaba con aquellos dolorosos diamantes en donde sólo dormía la necedad conmovida.

  • Bien -dijo Edison-. ¿Pertenece miss Alicia a alguna secta religiosa?
  • Sí; me he recreado en el análisis de la religiosidad de esta mujer inquietante. Es devota, no por amor al Dios Redentor, sino por estimarlo muy dentro de las conveniencias sociales y de muy buen tono. El ademán con que lleva su devocionario los domingos me recuerda el que empleó para decirme que yo era un cumplido caballero. Tiene fe en un Dios de sublimidad esclarecida y avisada y en un paraíso lleno de mártires mesurados, de honrados elegidos, de santos acompasados, de vírgenes prácticas y de querubines correctísimos. Cree en el cielo, pero en un cielo de dimensiones racionales. Su ideal es el cielo asequible y terreno, pues aún el sol le parece demasiado perdido en. lo azul o en las nubes.

Lo que más le choca es el fenómeno de la Muerte. Le parece un abuso incomprensible, algo que «no debiera ser de nuestro tiempo». Este es el conjunto de sus ideas místicas. En resumen, lo que más me desconcierta es el contraste de su sobrehumana belleza, encubridora de un carácter ramplón, de un espíritu vulgarísimo, de una devoción exclusiva para lo más exterior, vano e ilusorio que puede haber en la Fe, el Dinero, el Amor o el Arte. Esta merma siniestra de intelecto, me recuerda los resultados obtenidos por los habitantes del Orinoco, que oprimen entre tablillas el cráneo de sus hijos para impedirles tener ideas demasiado elevadas.

Si revestís el fondo de carácter que he expuesto, de una plácida suficiencia, podréis alcanzar la impresión que deja miss Alicia Clary. El espectáculo abstracto de esta mujer ha acabado con mi alegría. Cuando la miro y la escucho me da la sensación de un templo profanado no por la rebeldía, la impiedad, la barbarie y sus antorchas sangrantes, sino por la ostentación interesada, la hipocresía timorata, la huera y maquinal fidelidad, la sequedad inconsciente, la superstición incrédula de la sacerdotisa arrepentida, de la cual me repite sin cesar la leyenda insulsa.

  • Antes de concluir -dijo Edison-. ¿No me dijisteis que, a pesar de su insensibilidad, era una muchacha de alcurnia?
  • No creo haber dicho eso -contestó lord Ewald.
  • Habéis dicho que miss Alicia Clary pertenecía a una buena familia, oriunda de Escocia, ennoblecida recientemente.
  • Sí; en efecto. Pero no es lo mismo. Con ello no he querido hacerle elogio alguno; al contrario. Hoy. hay que ser o nacer noble, pues los tiempos en que la nobleza se adquiría han pasado. Aunque hoy, en nuestros países, se confiera la nobleza, es a mi entender muy nocivo para ciertas descendencias ser inoculadas sin ton ni son de tan ineficaz vacuna, que no ha hecho más que envenenar muchas burguesías indelebles.

Y, como si estuviera extraviado en una reflexión desconocida, añadió en voz baja, sonriendo:

  • Quizá sea esa la causa.

Edison, como hombre de genio (categoría cuya nobleza especial siempre humillará a los igualitarios), contestó también sonriendo:

  • Es verdad; no se es pura sangre por el mero hecho de entrar en el hipódromo. Más lo positivamente notable es que esa mujer sería el Ideal femenino para las tres cuartas partes de la humanidad moderna. ¡Con tal querida, cuántos hombres como usted, ricos, apuestos y jóvenes llevarían una vida amena y sabrosa!
  • A mí me mata -dijo el lord como hablando consigo mismo-. Existe una diferencia muy sensible entre el purasangre y el matalón.

XVlll. CONFRONTACIÓN

Bajo la pesada capa de plomo, el desesperado exclama: · «¡N o puedo más!”

DANTE. EL INFIERNO

Lord Ewald no pudo contener su ira juvenil y agregó:

  • ¿Quién arrancará ese alma de ese cuerpo? Parece una inadvertencia del Creador. ¡Nunca creí que mi corazón mereciera estar sujeto a la picota de semejante curiosidad! ¿Pedí tanta belleza a cambio de tanta miseria? No. Tengo derecho de quejarme. Si me hubiera tocado en suerte una criatura de corazón sencillo, de animado rostro y ojos ingenuos y amantes, hubiera aceptado la vida sin cansar mi espíritu en análisis. La hubiera amado sencillamente. ¡Pero esta mujer es lo Irremediable! ¿Por qué carece de genio, estando dotada de tal belleza? ¿Con qué derecho esa forma sin igual requiere en lo más hondo de mi alma un amor sublime del cual defrauda la fe? «Traicióname, pero existe; sé como el alma de tu forma», le insinúa mi mirada que nunca comprende. Esta mujer es más ininteligible que aquel dios que revelándose a quien le solicita, fervoroso y estático; arrobado de amor, le dijera: «No existo». Soy más bien un cautivo que un amante. Mi decepción es horrorosa. Las alegrías que me ha proporcionado esta viviente lúgubre son más amargas que la muerte. Sus ‘besos no suscitan en mí más que el deseo del suicidio. Creo que el suicidio es mi única liberación.

Lord Ewald se repuso pronto y continuó con voz más serena:

  • Hemos viajado. A veces, los pensamientos cambian de color con las fronteras. No sé lo que buscaba, quizá lo inesperado, quizá una saludable diversión. Sin que ella se diera cuenta, la trataba como a una enferma.

Ni en Alemania, ni en Italia, ni en las estepas rusas, ni en las espléndidas Españas, ni en la joven América, nada la ha distraído. Envidiosa, contemplaba las obras maestras que la privaban de un total homenaje, sin comprender que era algo integrante de aquellas maravillas y que eran espejos para ella todo cuanto le mostraba. En Suiza, ante el monte Rosa, al amanecer, dijo con una sonrisa más bella que la aurora sobre la nieve: «A mí no me gustan las montañas; me cargan».

En Florencia, delante de las joyas del siglo de León X, decía bostezando:

  • Es muy interesante todo esto.

Con la denominación de las estrellas designa aquello que no es francamente vil o estúpido.

A cada momento se oye murmurar a su voz divina:

  • Todo cuanto queráis, pero no las estrellas. Eso no es serio, querido lord.

Esta es la divisa favorita que pronuncia maquinalmente, no poniendo de relieve en tal sentencia otra cosa que su prurito innato de rebajar cuanto quiera alzarse por encima del nivel terrestre.

El Amor es una de las palabras que tienen el don de hacerla sonreír y hasta guiñaría un ojo si su semblante obedeciera a la mueca de su alma (puesto que debe tener alma). He observado que estaba provista de ella en aquellos instantes en que parece tener un oscuro e instintivo miedo de su cuerpo sin igual.

Este hecho extraordinario ocurrió una vez en París. Dudando de mis ojos, quise efectuar la confrontación de esta sombra viviente, con la estatua imagen suya: con la VENUS VICTRIX. Quería saber lo que diría esta mujer abrumadora en su presencia. Un día la conduje al Louvre diciéndole: «Querida Alicia, os voy a dar una sorpresa». Atravesamos las salas y la puse bruscamente ante el eterno mármol!

Miss Alicia levantó su velo. Miró la estatua con cierta extrañeza. Luego, estupefacta, dijo ingenuamente:

  • Mira, soy yo.

Después, añadió:

  • Sí; pero yo tengo brazos y… un aire más distinguido.

Luego se estremeció. Su mano, que había abandonado mi brazo para apoyarse en la balaustrada, volvió a asirle. Entonces me dijo en voz baja:

  • Estas piedras… estos muros. Hace mucho frío aquí. Vámonos.

Después de salir permaneció largo tiempo silenciosa. Yo esperaba una palabra inaudita. No fui defraudado. Miss Alicia, que seguía el hilo de su pensamiento me dijo

  • Si tanto honor se hace a esta estatua, yo he de lograr un gran éxito. ·

Esta expresión me produjo el vértigo. La sandez (llevada hasta los cielos) constituía una condenación. Me incliné desconcertado.

  • Así lo espero -respondí.

La acompañé y volví al Louvre. Penetré por segunda vez en la sala sagrada. Después de echar una mirada sobre la diosa que guarda en su forma la Noche Estrellada, he sentido henchirse mi corazón en el sollozo más profundo que haya agobiado a un ser viviente.

Así, esta amante, dualidad animada que me atrae y me repele, me encadena, como los dos polos de este imán aprisionan por contradicción este pedazo de hierro.

Mas como no soy de naturaleza capaz de ceder al atractivo de lo que casi desprecio, el amor sin comprensión, sin sentimiento, me parece ofensivo para mi alma, y mi conciencia me ha advertido que sólo puede prostituir el corazón. Las muy decisivas reflexiones que me ha inspirado este primer amor, han aumentado mi alejamiento de todas las mujeres, hundiéndome en un mal humor incurable.

La pasión ardiente que sentí en un principio por la línea, la voz, la fragancia, el encanto exterior de esa mujer, ha venido a ser de un absoluto platonismo. Su contextura moral ha enfriado para siempre mis sentidos, que se han hecho puramente contemplativos. Me parece irritante mirarla como una querida. Sólo me liga a ella una admiración dolorosa. Mi deseo sería ver muerta a miss Alicia, si la muerte no trajese la desaparición de los rasgos humanos. Le basta a mi deslumbrada indiferencia la manifestación de su forma, ya que ella es una mujer indigna de todo amor.

Accediendo a sus peticiones estoy decidido a facilitarle la entrada en un teatro de· Londres. Lo que significa que nada me importa ya en este mundo.

Para probaros que no he sido totalmente un ser estéril vengo a estrecharos la mano antes de matarme

He aquí mi historia. Me la habéis pedido; conociéndola, no podéis negar que no tengo remedio. Dadme la mano. Adiós.

XIX. AMONESTACIONES

No sabe uno rehacerse de tamaña turbación.

MONTAIGNE
  • Querido lord Ewald -dijo lentamente Edison- ¿Por una mujer? ¿Por semejante mujer? Usted… ¡Estoy soñando!
  • Yo también. Esta mujer fue para mí como las claras fuentes, de encantador murmullo, brotadas en tierras de sol, ahijadas de la umbría de las selvas antiguas. Si en plena primavera, engañado por la diafanidad de la onda, sumergís una hoja verde y lozana, al sacarla la hallaréis petrificada.
  • Justo -dijo Edison, pensativo.

Observando al joven, vio flotar la tentación del suicidio en su mirada vaga y profunda.

  • Sois presa -le dijo- de un mal juvenil que se cura por sí mismo. ¿Olvidáis que todo se olvida?
  • ¿Me tomáis por un inconstante? -dijo lord Ewald, poniéndose de nuevo el monóculo-. Mi carácter es de tal naturaleza que aun sabiendo cuan absurda es mi pasión, no por ello dejo de padecer menos su persecución, su dolor y su tedio. Conozco hasta donde me ha alcanzado el mal. Ahora, amigo mío, puesto que la confidencia está hecha, no hablemos más.

Edison levantó la cabeza y examinó a aquel pálido y demasiado noble aristócrata, como un cirujano mira a un enfermo desahuciado.

¿Meditaba? ¿Vacilaba? · .

Parecía reunir todas sus fuerzas y sus pensamientos para la realización de un proyecto extraño y desconocido.

  • Decíamos que sois uno de los más conspicuos señores de Inglaterra. Sabéis que existen compañeras que ennoblecen todas las alegrías de la vida, muchachas radiantes, cuyo amor no se ofrece más que una vez, corazones sagrados, seres de aurora y de ideal. Y usted, milord, tan espléndido de inteligencia, que poseéis además la nobleza, el poderío, la fortuna, el porvenir tentador… ¿por qué os encontráis tan débil frente a esa mujer? Otras muchas, tan seductoras y casi tan bellas se os aparecerían al menor deseo, al más leve signo. Es fácil encontrar cien seres encantadores que no dejen otra estela que pensamientos cordiales y venturosos; entre ellos, diez mujeres de corazón firme y de nombre inmaculado; de estas, una digna de llevar el vuestro. Entre cincuenta Danaides siempre sale una Hipermnestra.

Gracias a ella, podríais, adelantándoos treinta o cuarenta años, considerar en una ojeada revisora al parque una dicha cotidiana, un pasado ilustre. ¡Dejaríais a vuestra Inglaterra bellos hijos, orgullo de vuestro nombre y dignos de vuestra sangre! Y despreciando los copiosos dones que el destino os brinda, niño mimado de este mundo, en la renuncia de un porvenir que tantos hombres ansían y persiguen con perseverantes luchas, ¿vais a abdicar, a desertar de la vida por una mujer que os concedió el azar, elegida por la fatalidad entre cinco millones de otras semejantes? Hoy tomáis en seno ese fantasma; dentro de unos años su recuerdo se habrá desvanecido como el humo embriagador y oscuro que exhalan los pebeteros de hachís.

Permitidme que os diga que si miss Alicia prefiere el penique a la guinea, tal torpeza ha sido para vos contagiosa.

  • Querido amigo -respondió lord Ewald- no seáis tan severo; yo lo soy más que vos para mí, y es inútil.
  • Hablo en nombre de la muchacha que sería vuestra salvación -prosiguió Edison-. ¿Para quién la dejaréis? Hay una responsabilidad en el mal que acarrea el bien que hemos rehuido hacer.
  • Me he atormentado con esa y otras conjeturas; pero no he de amar más que una vez. En mi familia… cuando la suerte no es favorable, nos suprimimos sin lamentos ni discusiones. Para otra clase de hombres dejamos los matices y las transigencias.

Edison evaluaba la magnitud del mal.

  • ¡Diantre! Esto es verdaderamente grave.

Luego dijo, tras una reflexión rápida:

  • Como soy el único médico que pueda operar vuestra resurrección, os emplazo e intimo para contestarme de una manera inmediata, definitiva y perentoria. Por última vez, ¿consideráis esa aventura galante como un capricho mundano, intenso y pasional, pero desprovisto de importancia vital?
  • No sé si miss Alicia llegará a ser para otros la querida de una noche. Quizá sea posible. Yo no he de resucitar de mi marasmo. En lo hondo de la vida no veo más que su forma.
  • Despreciándola tanto, ¿persistís en exaltar todavía su belleza, de un modo puramente ideal, puesto que vuestros sentidos permanecen, según habéis confesado, contemplativos y gélidos?
  • Eso mismo: contemplativos y helados… –respondió lord Ewald-. No siento deseo por ella. No es más que la radiante obsesión de mi espíritu. Estoy hechizado.
  • ¿Renunciáis deliberadamente a volver a la vida social?
  • Yo sí -dijo lord Ewald levantándose-. Vos, Edison, vivid, sed célebre. Yo me voy. Por última vez, adiós. No puedo, charlando, quitar a la humanidad horas preciosas y fértiles.

Al decir estas palabras, lord Ewald, correcto y frío, tomó su sombrero, con el que había cegado un enorme telescopio.

Pero Edison también se levantó y dijo:

  • ¿Creéis que voy a dejar tranquilamente que os matéis, sin intentar salvaros, cuando os debo la vida? ¿Para qué os hubiera interrogado sin motivo? Querido lord, sois un enfermo a quien hay que curar por medio del veneno; después de todas las anteriores amonestaciones, dado vuestro estado excepcional, me decido a trataros por un procedimiento terrible. El remedio consiste en colmar vuestros anhelos (no pensaba ejecutar contigo la primera experiencia -dijo en un aparte el electricista-). Inconscientemente os esperaba esta noche, pues está probado que las ideas y los seres se atraen. Yo creo que redimiré vuestro ser. Hay heridas que no pueden curarse más que ahondándolas más; así, quiero que .se cumpla plenamente vuestro ideal. Milord Ewald, ¿no habéis exclamado hace poco, hablando de ella : » ¡Quién arrancará ese alma de ese cuerpo!».
  • Sí -murmuró lord Ewald, sorprendido,
  • Pues bien, yo.
  • ¿Cómo?

Edison le interrumpió y dijo con tono de solemnidad brusca y grave:

  • No olvidéis, milord, que, al realizar vuestro tenebroso anhelo, no obedeceré más que a la necesidad.

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