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Cantante callejera en La Habana

Por Alejandro Cernuda Categoría Crónicas

Cuando supe de ella ya no era una cantante callejera en La Habana, pero de su camino cuesta arriba, nadie podía hacerle historias del oficio. Me escribió un par de cuartillas a todo correr, me envió unos videos y algunas fotos. Estaba apurada y no podía saber más hasta que no volviera de la gira artística. La novela tendría que esperar.

Lo que supe al principio, fue como a veces pasa, alguien cree que tiene una buena historia y como uno escribe, entonces debe contártelo de los pies a la cabeza. Yo siempre me había escapado de la conversación con su hermano porque habla mucho y en un tono alto. porque es maestro, me dice, y que también, si quería escribir una buena historia.

Allá va en retahíla la vida de su hermana, la cantante. Qué iba a hacer si de repente un músico grande- de La Habana le dice que tiene buena voz y le propone irse a cantar con él. Es la traición más común en el arte. abandonó su grupo en Santiago y veintiún días después se despidió de los suyos como si fuera a otro mundo. Iba.

Entendámoslo así: dijo adiós con la misma antorcha que usó para quemar las naves. No iba a volver atrás. Era una luchadora. lo fue desde que salió de este pequeño pueblo donde hoy escribo, en el centro del país, y a golpe de voz había logrado hacer una exitosa carrera de provincias. Desde el concierto imaginario frente a su espejo con un tubo de desodorante como micrófono, hasta la plaza encabronada de la Tierra Caliente, donde igual valían sus caderas y su timbre.

En La Habana no iba a ser menos. Pero aquel músico habanero le habló entonces de problemas financieros. Una rápida conversación sin pasar del pequeño recibidor de su casa en el Vedado. Yo te aviso, le dijo a manera de despedida. Tal vez esta muchacha haya comprendido, como sé hoy yo, que la obstinación se disfraza de estupidez. Miedo a la vergüenza quizá lo llame ella y se ría hoy. Por eso no regresó.

Aquella primera semana en la terminal de ómnibus se le pasó en ver cómo con envidiable frecuencia dejaba marchar una y otra vez las guaguas que la pudieron haber regresado con su familia en Santiago de Cuba y con sus antiguos compañeros, al fin no era tan grave. Pero no lo hizo. Se dedicó a pasear por los alrededores con expresión existencial y un toque de desgano para evitar a los hombres; una vez al día se alejaba lo suficiente para llegar donde una amiga le permitía asearse.  

Así estás hasta que un día despiertas bajo la mirada de los negociantes habituales y comprendes que ya hablan de ti. Alguno te guiña un ojo. La vieja sentada a tu lado te ofrece un caramelo. El policía te mira con desconfianza, como si la lividez fuera un delito más. No sabe explicarme entonces por qué comenzó a llorar, y este mismo impulso la hizo entender que había llegado el momento de regresar a Santiago de Cuba. Te encojes en el temblor de esconder el llanto y la vieja del caramelo te lo pone entre las manos.

Músicos en la habana
Músicos callejeros en el malecón de La Habana

Si consideramos que la chica había vivido esa semana sin hacer nada a su favor, debemos entender que tuvo suerte en el último momento, como Dostoievski cuando lo iban a fusilar. Debemos admitir que, en una semana, en cualquier ciudad del mundo, pueden suceder cosas así. No es tan casuístico y los ejemplos sobran.

La vieja se la llevó a vivir con ella bajo el negocio común en Cuba, aunque ya no tanto- de convivir y ayudarla hasta que la muerte le deje el premio de un hogar. Fueron casi dos años sin hacer otra cosa que labores domésticas y vivir de lo que la vieja recibía de un hijo en el exterior. Cuando llegó la muerte también común en este tipo de convenio- la vieja no tuvo tiempo de testar y apareció un sobrino con derecho a la heredad.

Otra vez a la calle y ya no a la terminal, donde al menos son muchos los que pernoctan. Probó a dormir en los parques, el malecón, los soportales. Con tamaña obstinación cumplió otro ciclo de una semana, como si fuera un rito necesario. Esta vez sin mucho dinero y me cuenta que en ocasiones lanzaba un peso al aire para jugarse la suerte entre un refresco y la posibilidad de llamar a su madre para contarle todo.

Ya no por suerte, sino por eso de aguantar un poco más, siempre se tomó el refresco. Durante el día caminaba sin descanso por los vericuetos de La Habana Vieja, en busca de algún ruido que hablara de ensayos, importunaba a quien veía con porte de músico, y luego volvía a los parques, al malecón. Cuando caía la noche nada más procuraba quedarse en la luz, de espaldas a los pajeros y los pervertidos que la acechaban, dice, como chacales. Una noche, en el malecón, vio pasar un grupo de charros y los siguió hasta que comenzaron a cantarles a los turistas que disfrutaban la brisa frente a su hotel.

Como quien no quiere las cosas, dice, esperó el momento oportuno la canción exacta, pues el mariachi no era su género- y a duras penas, débil, intrusa, con lo que sabía del estribillo, cantó hasta donde le permitió su garganta aquello de volver, volver, volver, a tus brazos otra vez.

En ese momento recomenzó su carrera artística y se convirtió en una cantante callejera en La Habana. Esa misma noche se fue a vivir con uno de los charros, que era casado y no quiso nunca nada con ella ni hizo otra cosa que ayudarla. Él y su esposa, como un Jean Valjean, digo yo. Vivió un año y medio en aquella casa y salía casi todas las noches a cantarles volver, volver, a los turistas, hasta que logró colocarse en un primer grupo y entonces alquiló un cuarto.

Cuando me enteré de su historia ya tenía casa propia y estaba a punto de irse de gira por Kazajstán, donde dos años antes, había cantado durante un mes para mantener, ella sola, al grupo musical que no se aceptó en el cabaret. demasiado ruido, me dijo. Antes de comenzar el cuento de su vida.

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