Ella se había acabado de divorciar, pero insistió una y otra vez; así, desde el comienzo de la tarde. Era sencillo, dijo, saltar la pequeña valla -en realidad creo que el portón estaba abierto- y allí, bajo su ventana aquella piedra blanca a la luz de la luna. Entrar a su habitación era algo bien calculado por esa serie de azares y por la luna cómplice.
Ella insistió una y otra vez. A eso de las once de la noche me asomé en el callejón vi aquella piedra blanca, a la luz de la luna. todo pareció sencillo, factible, para decirlo en grande. Y si ya lo habíamos hecho sobre la tapia de una tumba del cementerio -la misma tapia sobre la que habían dejado la tarta de cumpleaños- qué importaba salvar el cercado de alambres nada peligrosos, subirse a la piedra blanca, desde donde se avistaba el borde de la cama, y entrar por la ventana.
Puse condiciones porque aún no me habían lavado el cerebro y por tanto tenía la mente sucia. Le dije que cuando me abriera debía estar por fuerza completamente desnuda y también no lo haría de otra manera y en eso fui claro- ella debía subirse a la cama y hacer ese baile sensual que sólo saben hacer las personas sin noción de ridículo. Ese baile con mucho movimiento de nalgas y alguna pirueta para probar el nivel de sonidos de la cama. Ella asintió a todo. Se remitió a mirar el suelo y asentir como si le estuviera pidiendo alguna cochinada terrible.

Hoy reconozco su mojigatez y mi ingenuidad. pero con tal de meterme a su cama ella me habría jurado amor eterno y hasta prometido dejar de chuparse el dedo mientras dormía. Te la chupo toda la noche, me dijo, en realidad. Me duermo chupándotela. En esa época yo no sabía que se chupaba el dedo ni me enteré hasta que en uno de esos juegos en que un grupo de amigos se cuenta ese tipo de cosas. Ella lo confesó emocionada. Es de esperar, sin embargo, que esa noche iba a conocer ese secreto pues su idea no era tener sólo sexo, quería dormir conmigo y por eso me convenció apelando a que yo debía demostrar mi hombría- a salvar la valla, subirme a la piedra blanca y entrar por su ventana.
Inventé lo del baile no sólo para probar la cama, necesitaba de alguna manera humillarla un poco. Eso de apelar a mi hombría era un golpe bajo de una mujer más experimentada que yo en este tipo de lances. Aunque claro, la había visto chuparse los dedos, pero no es lo mismo con aquella tarta de cumpleaños que dejaron sobre la tapia del cementerio. Creo que el mismo día en que se divorció.
Lo cierto es que ella no tenía siquiera un culo adecuado, ni tampoco se puede sacar mucho de su movimiento, no exactamente. Pero la noche estaba fresca y ella me abrió la ventana en cueros, como habíamos planeado. Se subió a la cama con la encantadora torpeza de una cabra pequeña, sin protestar.
A mí me bastaría poner un pie en la piedra blanca y saltar por la ventana. Sus padres no me querían mucho y los entiendo, pero si lo hacíamos despacio, es posible que la cama no nos delatara, al menos eso me pareció. Había encendido un palillo de sándalo de esos que ya saben, odio tanto y la luz rojiza, y ese dedo que mojaba en su boca y luego se pasaba por la panza, en dirección a su vagina. El mismo dedo que dejaba sin que ella se diera cuenta- una ligera huella de carmín y baba al costado de su precioso ombligo, tal vez su área más fotográfica.
El asunto de la tarta de cumpleaños
fue una ilegalidad, es cierto. Pero es que Tiano, el curandero que sabía sanar la piel quemada había salvado a aquella niña. Era la hija de un coronel y por tanto un asunto complicado. Pero al coronel de Santa Clara, creo, no le quedó más remedio que irse al lado no material del asunto pues estaba en peligro la vida de su hija, desechada por los médicos como siempre se comenta en estos casos-, y vino al pueblo para que Tiano rociara agua sobre la piel de la niña moribunda y entonara ese rezo murmurante, incomprensible, que solía acompañar a sus obras curativas.
La niña se salvó, como debemos suponer en casos de milagros si uno está dispuesto a escribir sobre ellos; y el coronel le trajo a Tiano esa tarta de cumpleaños, pero el viejo curandero había muerto y entonces dejó la tarta sobre una tapia en el cementerio. Algo simbólico creo. Hasta que alguien se dio cuenta y bueno, fue Vicente.
Había fiesta y poco dinero, no se puede culpar a nadie. Vicente recogió la tarta del cementerio, la troceó en pequeñas cuñas y la vendió en la fiesta. Allí fue donde la vi chuparse los dedos. <
Más que por su desnudez o mis ganas, si puse el pie en la piedra blanca fue por aquella mancha de carmín al costado del ombligo. Creo que en un momento no iba a entrar y en otro sí. Se ha dicho siempre que los hombres somos más cobardes que las mujeres para esas cosas. En verdad aquella mancha de carmín me excitó, es algo difícil de explicar ahora, uno ve que de repente la mujer se pasa el dedo por el costado del ombligo, en un gesto imbécil más que ridículo y de repente queda esa mancha de carmín, como salida de la nada y ya no pude mirar otra cosa.
Puse el pie en la piedra blanca y todo cambió en cuestiones de segundos. Por esa época ya Julio se encargaba de curar las quemaduras, había heredado el don de Tiano, como este lo heredó antes de Urbano. En este tipo de heredad siempre se pierde un poco del prestigio que el nuevo debe ganar poco a poco.
El asunto del velatorio
Para Julio la tarea fue difícil al principio. Luego fue salvando escoyos y hoy la gente viene igual de lugares lejanos a curarse las quemaduras. Tiene su fama, como muchos que se dedican a distintos padecimientos en otros lugares del país. Pero esa noche, luego pisar la piedra que no era tal y de correr bastante, entré en aquella casa donde velaban al muerto. Con la suerte de que repartían café y entonces la gente no se dio cuenta de mi agitación.

Julio estaba allí, borracho, ya dije que le fue difícil ganarse el respeto de los clientes- miraba la cara del difunto a través del cristal. Alzó la mano y pidió la atención de la gente. Ante el cadáver de este hombre, ante su alma que se eleva, repitamos ahora los Diez Mandamientos. No matarás, dijo, y dos o tres repitieron con él. No robarás, gritó y un grupo mayor de personas se unió al coro.
La piedra blanca no era tal y sí una cerda, un tímido animal cansado, pero aún con fuerzas para dar ese empellón contra la pared de madera y emitir el grito que comenzó la reacción en cadena. Quise entrar, pero ella, la mujer, no la cerda, me cerró la ventana.
Un poco desconcertada al principio y luego turbada, lo recuerdo bien, sintió el prejuicio de ser descubierta en su pecado. Ese pecado de divorciarse poco tiempo atrás. El pecado de pertenecer de cierta forma todavía a un fantasma. Su honor estaba en juego porque dónde me iba a esconder cuando toda la familia, los vecinos, el jefe de policía, cuanto todos vinieran al lugar de los hechos.
Yo debía protegerla poniendo en juego mi vida. Antes de poder salvar el muro de regreso escuché el grito, legendario ya, de: Cógelo, ahí va el ladrón. Me volví en el momento en que ella abría de nuevo la ventana, cubierta con una sábana y me miraba, parecía un fantasma, eso somos hoy.
El padre de mi novia y propietario de la cerda entró en la habitación donde velaban al muerto. Pasó la vista sobre todos los presentes y yo comprendí que las gotas de sudor en aquella noche fresca eran como la tonsura del palafrenero. No pretenderás a la mujer del prójimo, gritó el predicador y su alarido recibió el eco total de los reunidos en la sala.
Nadie sorbió café en los segundos que Julio mantuvo su mano alzada -para el cuarto mandamiento no se respeta el orden en la Biblia-. Tantos ojos se fijaron en sus labios resecos ya. Pero el curandero bajó el brazo con lentitud, es obvio que en ese momento un vacío en su mente le impidió la seguidilla. Mañana continuaremos, dijo.
Entonces todos miraron a mi perseguidor que no llevaba zapatos. Era su ira contra la mirada inquisidora de la multitud. Una mirada de ¿y a éste qué le pasa? Una mirada de pobre hombre, porque siempre hubo quien lo pensó un poco trastornado a partir de esa noche. Él también se pensó así e hizo mutis junto con el curandero. Yo me bebí mi café y me fui a casa, que por suerte no estaba lejos, nada solía estarlo por esa época.