Para un estudio de la histeria femenina

Fragmento del libro


Para un estudio de la histeria femenina
Para un estudio de la histeria femenina
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Los mosquitos y las mujeres prefieren a los recién llegados

Para la Marquesa fue un buen negocio la llegada de Verónica a Santo Tomás. Los hombres, en cambio, no corrieron la misma suerte. Fueron víctimas de cierta trampa de la lujuria que se abalanzó sobre ellos de una manera sutil: Paco, el bodeguero Calixto; Abundio, que en el pueblo era el único miembro del Partido Comunista; el zahorí, que no decía palabra alguna. Todos se paralizaban ante el paso franco de su habitación, como si hacerlo con ella fuera un pecado capital.

A ella no le importaba verlos asomarse a su puerta, decididos por una suerte de reflejo condicionado, y robarles el aliento con el cuerpo dentro de la muselina de dormir. Por eso la Marquesa fue sabia al cobrar por adelantado y sin devolución posible.

Sólo el zahorí una noche se atrevió a dar un paso dentro de la habitación y a balbucear una frase. Verónica no dejó de frotarse las piernas con los linimentos perfumados contra mosquitos, ajena; daba la impresión de untarse tanta inocencia que ni insectos ni hombres se atrevieron con ella.

A la mañana siguiente de aquella noche el zahorí regresó a Santo Tomás por el camino del puente de hierro. Bajó hasta el río por el trillo que habían hecho las vacas. Mientras se agachaba para refrescarse oyó un ruido a sus espaldas. Se volvió y allí estaba aquel desconocido. Su deducción fue rápida entonces. ¿De dónde había salido si un momento antes él había volteado para contemplar las colinas por última vez antes de cruzar el puente y el camino estaba desierto?

No era un espejismo, no esta vez. El hombre cruzó el puente rumbo al pueblo. Era un barbudo vestido con elegancia. Un extranjero. Al zahorí le pareció un presagio. Volvió a refrescarse la cara, a manera de exorcismo. El hombre había desaparecido cuando regresó al puente de hierro.

Como no estaba claro si el nombre del pueblo era por el apóstol o por el doctor de la iglesia, en Santo Tomás la gente ponía el dedo en la llaga antes de creerse las epifanías, pero tampoco a nadie se le ocurre que un extranjero venga a dar de su cuerpo en el monte y salte al camino en el momento que otro deja de mirar. Salomón Requejo, el zahorí, adornó su visión hasta obtener el matiz de haber sido testigo de algo inusual.

- ¿Otra vez? -dijo Calixto el bodeguero y retuvo unos instantes el pan entre sus manos antes de entregarlo con delicadeza al zahorí - Me contaron que anoche entraste en el cuarto de la Verónica, ¿no estarás alucinado todavía? ¿Será posible que Dios ande otra vez por ahí?

Me parece que era él –respondió Salomón Requejo-. Pero no me acerqué-. La fila de los que esperaban dio un latigazo para tratar de conservar la dinámica amenazada por la conversación.

Quisiera verlo -Los de la fila miraron a Calixto. Sabían que cuando un viejo de Santo Tomás se molestaba en ver a Dios era porque le faltaba poco para morir. Alguien murmuró que Dios había venido para llevarse a Verónica.

Lo espero del diablo -respondió Abundio, el del Partido Comunista, y miró desafiante al zahorí.

Yo me crucé con Dios esta mañana –dijo el ciego Antonio y sintió el murmullo de los incrédulos-. Supe que era él porque olía a crema de afeitar, pero tenía barba.

Vayan con cuidado, a lo mejor era un vendedor ilegal –comentó Abundio. La cola del pan se convirtió en una masa triste de hombres que mostraban su individualidad mediante cortos vaivenes-.

No hay que olvidar aquella vez que vino y dijo que no volvería hasta que la gente aprendiera a no tener deseos estúpidos y alguien tuviera de verdad capricho de algo necesario. O por lo menos el pueblo una necesidad de vida o muerte-.

La fila enmudeció de nuevo. Rápida pasó entre ellos la idea de que Verónica estaba de una forma u otra relacionada con algún tipo de desgracia general, algo así como el sida o cualquier otra enfermedad venérea de dimensiones catastróficas. – Es por la putica nueva –dijo al fin el marxista Abundio Rosales.