Erótica irreverente

Fragmento del libro


Erótica irreverente
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Vida y metamorfosis de Gregorio Samsa

Cuando Gregorio Samsa despertó una mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama, acostado con un pie sobre la mesa de noche y el otro justo en línea con el borde de la cama. Sentía una fuerte presión bajo sus calzones y al levantar un poco la cabeza, vio que su pene había crecido de una manera extraordinaria. ¿Qué me habrá pasado? se dijo y miró a su alrededor. De sus calzones rotos emergía un cilindro. Lo tocó con un dedo y constatar flacidez no le produjo alivio.

No era un sueño. Estaba todo en orden, por encima de la mesa, donde se encontraban varios paños –Samsa era viajante de comercio- e incluso en la pared de enfrente la foto de una revista que recortó y mandó a enmarcar, con aquella exótica dama que sostenía una boa de piel –es casi una boa- se dijo Gregorio Samsa mientras trató en vano de tocarse la punta de los dedos al tiempo que simulaba ahorcar su nuevo atributo. No era un sueño, pues al mirar a su alrededor se descubrió entre aquellas cuatro paredes harto conocidas. ¿Qué pasaría, pensó, si duermo un poco más y olvido todo esto? Pero era absolutamente imposible, pues estaba acostumbrado a dormirse bocabajo y no había forma de estar así sin sentirse incómodo con el tamaño actual de su miembro.

Todo esto me sucede por haber elegido una profesión tan dura. Entra y sale de los trenes, entabla relaciones todos los días con personas que nunca volverás a ver. Qué se vaya todo al diablo, se dijo, esto de levantarse pronto lo hace a uno desvariar. Me tiro de la cama a las cinco de la mañana para tomar el tren y cuando regreso de entregar el primer pedido, en ese momento otros comerciantes se levantan para desayunar. ¡Qué vida llevo! Tengo que cuidarme más… Pero en ese momento comprendió que el tiempo volaba y era hora de levantarse a tomar el tren de las cinco. Miró al reloj y dijo: ¡Dios mío!

Tocaron a la puerta de su habitación y justo después escuchó la voz de su madre: Gregorio, ¿Es que no te ibas a levantar? ¡Qué dulces voz! pensó y en ese momento un disparo seminal le mojó el pecho y los labios con tibias salpicaduras. Frussss, hizo vibrar el belfo para extirpar de sí aquel fluido que le causaba asco. Gregorio, ¿te pasa algo, hijo? El segundo disparo fue directo al techo e hizo que la gota de esperma se mantuviera tambaleante y estirada, pero sin otras consecuencias. Ya voy, mamá, dijo Samsa, esta vez maravillado de la elasticidad de sus emanaciones. Si hubo un hijo en esa gota, sin dudas habría sido trapecista, pensó. Y eso le hizo recordar su profesión. Tendré que tomar el tren de las siete. El encargado me va a matar.

La madre se retiró, calmada por la respuesta del hijo; pero los otros miembros de la familia, al darse cuenta de que Gregorio Samsa aún permanecía en casa, acudieron también. Ya el padre llamaba desde una de las habitaciones laterales: Gregorio, Gregorio, ¿qué ocurre? Samsa intentó levantarse de la cama pero al abandonarla su centro de gravedad, desplazado de lo normal por el nuevo peso incorporado a su naturaleza, lo hizo caer al piso. Esta misma parte, agrandada, recibió la carga de su cuerpo y a la par del dolor emitió un quejido. Gregorio ¿No te encuentras bien? preguntó la hermana desde la otra habitación. Él había logrado afincarse en las rodillas y las manos, sólo tocaba el suelo con estas extremidades y con su nueva manguera de jardín. Comprobó, a la vez que escuchaba la voz de la hermana, que un charco seminal de unos cincuenta centímetros de diámetro se iba formando bajo el puente que formaba su cuerpo. La humedad; sin embargo, le causó alivio en el área donde había recibido el golpe.

Gregorio, volvió a llamar la hermana, pero nuestro héroe, prevenido, tiró de la piel arrugada de su miembro para alzarlo y sostenerlo en el antebrazo con una llave de luchador. Si bien lo logró con cierta facilidad, no pudo evitar que el pretendido ahogo del cañón de carne resultara en darle semejanza a un arma de aire comprimido. El cremoso proyectil salió con un silbido y hasta un poco de humo le pareció ver a Gregorio. Sintió el golpe del fluido contra el reloj despertador y luego cómo se tambaleaba un poco. Al fijarse en él dijo: Uf, las siete ya. He perdido el tren. Y no se equivocaba, pues pese a que la mancha seminal impedía ver otras horas, no sucedía así con la que en ese momento marcaba el reloj. Esto tampoco le preocupaba, pues las horas que no se veían eran precisamente aquellas en que estaba trabajando o dormía; o sea, toda la parte superior y derecha, desde las nueve hasta las cuatro.

Pasaron algunos minutos sin otro ruido que el de su respiración. Entonces tocaron a la puerta de la calle. Un tiempo más y los toques se repitieron: No abren, se dijo, alimentado por una absurda esperanza, pero entonces la criada fue a abrir. Le bastó escuchar el primer saludo para comprender que el mismísimo apoderado había ido a preguntar por él. ¿Pero qué tipo de empleo tengo? Uno se demora unas horas antes de presentarse al trabajo y ya todos lo tratan bajo sospecha. ¿Qué hace mi patrón aquí? No demoró mucho en que se pusiera el apoderado tras la puerta. El hecho es que se determinó mandar a por el médico y el cerrajero, pareja sin dudas presagiadora. La decisión, hoy se sabe, fue poco acertada, pues Gregorio Samsa necesitaba cuando menos un sastre que le diera de ancho a sus pantalones y unos cobertores auditivos para impedirle escuchar a las mujeres. Pero soluciones tan fáciles fueron obviadas por la terrible costumbre humana de complicar las cosas.

Por otra parte, si Gregorio hubiera abierto la puerta y expuesto su generador de niños, dos cosas pudieron acontecer: que el público comprendiera su situación y le excusaran de salir a la calle o que lo ignoraran como impedimento para ir a trabajar y entonces Samsa concluiría que ese iba a ser el comportamiento de la mayoría y seguir así su vida normal. Lo poco que pudo tener de esperanzador la visita del médico se desvaneció por una razón simple: no llegó nunca a verlo.

Cuando el cerrajero abrió la puerta todos se precipitaron dentro de la habitación y como madre, criada y hermana gritaron a un tiempo, la lanza viril de Gregorio despertó con tal fuerza que se alzó hasta casi tocar el techo, llevando en la punta, cual bandera blanca con animalillos pintados, su calzón hecho girones. Samsa perdió el equilibrio y reculó hasta chocar con la pared, luego no pudo sostener el peso y abrazado al tronco cayó de frente. La vergüenza tiene gran poder en personas como él, gracias a ella pudo aguantar el disparo seminal hasta que su miembro estuvo a la altura de los pies de los presentes. Es bien sabido, y pese a su poca experiencia, Gregorio estaba al tanto, es mejor salpicar en los pies que en la cara. No hubiera acontecido más desastre que algunas manchas si en ese momento el infeliz cerrajero no se hubiera agachado a recoger su martillo. La mayor parte del fluido lo golpeó en el culo, dándole un impulso tal que dicho artífice de las puertas abiertas –era conocido del encargado, por su habilidad con las cajas fuertes-, salió impulsado escaleras abajo, donde sufrió el ya clásico descalabro.

Cuando tuvieron consciencia del accidente, el padre de Gregorio Samsa prefirió cerrar las puertas mientras su hijo yacía agotado sobre su propio tronco palpitante. Se suspendió la visita del médico. Tiraron el cuerpo y martillo del cerrajero al Danubio y le aumentaron la dosis de carbohidratos a Gregorio. La familia de nuestro héroe también padecía de vergüenza. Gregorio habría permanecido oculto toda su vida si entre los testigos de aquel disparo lácteo no se encontrara el encargado, más que un hombre de negocios, un visionario.

Hay un detalle aún no dicho. Gregorio trabajaba como viajante de comercio al servicio del encargado, a causa de una antigua deuda contraída por su padre luego de una enfermedad que le impidió volver a trabajar. Ya se ha comentado su celo en cuanto a las cuestiones laborales. Gregorio Samsa mantenía aquella familia y además intentaba pagar la deuda. Al verse imposibilitado de trabajar y por demás, al aumento de su consumo de carbohidratos, la familia se vio en grandes apuros económicos. Se pensó incluso en la posibilidad de prostituir a la hermana, pero temieron que el padecimiento fuera hereditario y en ella se manifestara, sabrá Dios cómo y en horario de trabajo, pese a sus protestas el padre y la madre la encontraron inútil para el oficio. Por esta razón tuvieron que aceptar las condiciones impuestas. No hace falta mucho –ni siquiera ser un visionario como el encargado- para entender que las emanaciones liquidas de Gregorio Samsa se podían utilizar en una pequeña empresa química productora de suavizantes de piel. Como esta producción tenía cierta insinuación sexual de la que el padre se negó a hacer partícipe a su esposa e hija, se organizaron tertulias en la sala de la casa, donde se daba invitación a las alcahuetas más gritonas de Praga.

La crema –en particular su versión sólida facial- causó tantos conflictos que fue prohibida su comercialización y pasó a la ilegalidad. Millonarios de todos los países de Europa se arrebataban los potes en subastas concertadas en salones subterráneos. Este hecho ha sido poco valorado en la historia, pese a que su tráfico fue la causa del asesinado de Francisco Fernando de Austria y por tanto la chispa que encendió la Primera Guerra Mundial. El archiduque fue vilmente asesinado en una calle de Sarajevo, junto a su esposa, el 28 de junio de 1914, al ser confundido con un traficante de crema facial, en una redada entre bandas rivales.

Un aspecto diferente, tal vez no muy importante de la historia, tiene que ver tal vez con otro de los participantes en la escena de la muerte del cerrajero. La criada de la familia Samsa fue despedida de inmediato. La suma que se le pagó para mantener su silencio, no le impidió llegar de mal humor a su casa. No es menos cierto que no habló por las claras y escondió lo que para ella era lo más importante: la muerte del cerrajero; pero ante la interrogación constante de su novio le dijo que el niño de la casa, de tanto trabajar, se había convertido en un insecto maligno y por eso se había largado. Franz Kafka, el novio de la criada, tomó aquella excusa con naturalidad.